Ponencia realizada por Mtra. Haydeé López Hernández en el marco del The Gordon R. Willey Simposium in the History of Archaeology realizado por The Society for American Archaeology 71st Annual Meeting en San Juan de Puerto Rico el 29 de Abril de 2006. Co-organizadores: Daniel Schávelzon and Eleanor King.
Leyendo cosmogonías en piedra. Enrique Juan Palacios (1881-1953) y los estudios iconográficos. Enrique Juan Palacios Mendoza fue uno de los primeros arqueólogos que laboraron institucionalmente en México tras la revolución. Su participación en los círculos intelectuales porfirianos, le acercó al estudio de las culturas precolombinas y le tendió los vínculos para ingresar al Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnografía, e iniciar su carrera como arqueólogo. Si bien, durante toda su carrera, incursionó en diversas problemáticas y áreas de estudio, Palacios se enfocó a la lectura de las fuentes coloniales y los glifos esculpidos en piedra. Mantuvo así una estrecha relación y discusión con sus colegas en México, Estados Unidos e incluso Alemania. La ponencia revisa algunas de sus posturas teóricas, trabajos y polémicas.
– I –
En estas líneas abordaré un fragmento de una temática mayor que ocupa mi interés, la de la historia de la arqueología en México durante las primeras décadas del siglo XX y hasta antes de la creación del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), a partir de Enrique Juan Palacios Mendoza y su propuesta de práctica arqueológica.
Durante estas décadas, la arqueología se constituyó como disciplina autónoma e institucionalizada dependiente del Estado nacional posrevolucionario. Es posible observar este suceso como parte del proceso general de especialización del conocimiento científico y social resultado de la modernidad. Asimismo, la institucionalización se puede considerar a partir de la problemática que engloba la gesta de la nación posrevolucionaria.
En ambos casos es pertinente considerar la construcción de la comunidad científica arqueológica, que se autodefine a partir de prácticas y métodos estandarizados tendientes a conformar una tradición académica. Tradición que al imponer fronteras temáticas, metodológicas, epistémicas, técnicas y sociales, circunscribe a la disciplina y a lo que queda fuera de ésta.
Es claro que el hablar de procesos de gestación de prácticas y tradiciones científicas presupone moverse en fronteras borrosas en el tiempo y espacio social. Las viejas polémicas de externalismo vs internalismo se diluyen ante la necesidad de observar procesos que, inmersos en su propio contexto, se construyen así mismos, definiendo sus propias fronteras y limites entre lo científico, y lo social o no científico.
Para el caso de la arqueología en México, generalmente se ha impuesto como parteaguas de su autonomía (como saber profesional y especializado y en contraposición a las prácticas amateur), los años de la posrevolución. En concreto, la introducción de la estratigrafía y su aplicación en el Proyecto del Valle de Teotihuacán dirigido por Manuel Gamio (1883-1960) entre 1917 y 1922 han sido considerados como el inicio de la práctica científica y el nacimiento de la comunidad y tradición arqueológicas mexicanas. A partir de este presupuesto, aquello que no encaja dentro de este parámetro “objetivo” de la práctica estratigráfica es dejado de lado, como si se tratase de historias menores, que si bien pudieron existir, no prosperaron debido a su falta de cientificidad.
Esta objetividad metodológica impuesta al interior de las prácticas arqueológicas, define también límites hacia los demás saberes sociales. La arqueología queda definida, no sólo por los materiales con los que trabaja (restos culturales, en particular cerámica) y las sociedades objeto de estudio (prehispánicas), si no además por el trabajo de campo, consignado en la estratigrafía. Habrá que considerar además, que se pretende que la calidad técnica de estos métodos de trabajo pareciera conferir objetividad a los datos resultantes, haciendo del arqueólogo un mero transmisor de lo que “dicen” los tepalcates. De esta manera, las prácticas (epistémicas y metodológicas) de otros quehaceres, que también están en construcción durante estas décadas, tales como la historia o la antropología, quedan también fuera.
Las historias resultantes también son separadas. El llamado México Prehispánico se convierte en el tema exclusivo para la disciplina y se hace una escisión rotunda entre el indio vivo y el prehispánico, y sus correspondientes narrativas. Finalmente, a partir de estos recuentos históricos, los personajes que propusieron quehaceres distintos a los primeros ensayos estratigráficos en México son considerados como “personajes secundarios” que no coparticiparon en el desarrollo que condujo a la arqueología objetiva y profesional la actual , permaneciendo en calidad amateur o realizando trabajos decimonónicos y “misceláneos”.
Si bien buena parte de estas narrativas han brindado considerables aportes a la historia de la disciplina, habría que considerarse que, a la vez, mantienen un fuerte presentismo acrítico. Con ello se imponen categorías actuales a sucesos pasados desde una concepción de ciencia positiva y supuesta objetividad, provocando vacíos considerables en la narración y eludiendo puntos críticos de interés para el presente.
Enrique Juan Palacios, eje de este escrito, es una de estas figuras olvidadas. Fue un normalista que, a partir de los años posrevolucionarios, inició su carrera arqueológica en el Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnografía (MNAHE). Realizó numerosos recorridos de campo y excavaciones arqueológicas, y sus publicaciones rebasan la centena. Al final de su vida fue director de la Dirección de Monumentos Prehispánicos del INAH y se le recuerda como el primer epigrafista mexicano, cuya visión, ha sido “superada” ante la luz de las nuevas interpretaciones científicas. Pese a que fue uno de los primeros profesores de la actual Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH), hoy casi nadie se considera su discípulo.
Tal pareciera que Palacios, pese a sus trabajos, no ha sido reconocido porque careció de calidad “científica”, siendo un marginal en su propio tiempo. No obstante, esta marginalidad pareciera diluirse conforme se observa más de cerca su vida y obra en el contexto de las primeras décadas del siglo pasado. Desde esta otra perspectiva, su obra aparece como otra de las tantas líneas que conformaron lo que hoy reconocemos como arqueología y sus narrativas. Permítaseme, en lo que sigue, mostrar tan sólo un pequeño esbozo al respecto.
– II –
Enrique Juan Palacios Mendoza, defeño por nacimiento y poblano por adopción, nació el 23 de enero de 1881 y realizó sus primeros estudios en el Colegio del Estado de Puebla. Se le reconoce como maestro normalista. El único de sus biógrafos registra que inició su carrera docente en el Escuela Nacional de Puebla con la cátedra de Literatura Española tras obtener una Mención Honorífica en los Juegos Florales de 1902. Al parecer, regresó a la Ciudad de México para ocupar la cátedra de Literatura Española, ganada por oposición en 1906, en la Escuela Nacional Preparatoria. Ya en la Ciudad de México formó parte de la intelectualidad porfiriana de la época: fue redactor de la revista Savia Moderna y, años después, fue uno de los miembros del Ateneo de la Juventud. Es posible que su participación en estos grupos así como su presencia en la Escuela Nacional Preparatoria le proporcionaran fuertes vínculos en los espacios políticos e intelectuales de elite posfirianos e, incluso, posrevolucionarios. De igual manera, en estos primeros años de vida profesional, Palacios tuvo la oportunidad de publicar diversas obras, tanto de educación y periodísticas, como históricas y literarias.
Sería posible observar un temprano interés en el mundo prehispánico en algunas de estos primeros trabajos. No obstante, su primera inserción formal, al menos en el espacio escrito, fue con un trabajo sobre la historia de Puebla en 1917, publicado en las Memorias de la “Sociedad Antonio Alzate”. Esta agrupación, además, le abriría las puertas para la publicación de sus primeros escritos sobre el México prehispánico, mientras que el Museo Nacional, le facilitaría los espacios para iniciar sus trabajos de campo arqueológicos.
Enrique Palacios, como mencioné, fue un prolífero escritor. Además de que seguramente gozaba de habilidades extraordinarias para la escritura, sus escritos nacieron de una ardua experiencia en el trabajo de campo y, por supuesto, en la investigación de gabinete. A lo largo de su trayectoria académica sería posible delinear algunas de sus preocupaciones y temáticas centrales. Las áreas mayas y huaxteca fueron las que predominaron en sus intereses, mientras que los grifos constituyeron una verdadera pasión en su vida.
En uno de sus primeros escritos al describir la sala de monolitos del Museo Nacional, aseguraba que la
[…] habilidad y fantasía para el dibujo [de los pueblos], y sus costumbres y teogonía retratadas fielmente en su arte suntuario, así como su vasta civilización expresada en todos aquellos signos y jeroglíficos, muchos no descifrados todavía, que encierran el secreto de civilizaciones desaparecidas […] La historia entera de estos pueblos estaba sin duda inscripta con signos más ó menos enigmáticos en estas placas conmemorativas, de las que el Museo guarda algunos ejemplares. Pero la parte más importante la forman los objetos pertenecientes al culto de los aborígenes: los antiguos ídolos, las deidades terribles, esculpidas en granito y traquita durísimas, para que fuesen eternas, como las ideas que representaban. Esta es la parte escultórica o estatuaria del Museo. Hay también muchos objetos de la cerámica indígena, muchas piezas de ornato y muestras de la orfebrería de los aztecas.
En esta postura, que reconoce la importancia de los objetos rituales y las inscripciones jeroglíficas no fue exclusiva de Enrique Palacios. El siglo XIX estableció una correlación unívoca entre el registro gráfico de la memoria y la civilización de los pueblos y, en este sentido, el mundo centro-europeo en general, relegó a la prehistoria (no historia) a numerosos pueblos que carecieron de un registro de correlación fonética, como las culturas de América y Asia. Pareciera, no obstante, que estas consideraciones no influyeron en el criterio de los principales historiadores del cambio del siglo en México, quizás, entre otras cosas, por una fuerte revaloración pronacionalista y política.
El historiador Alfredo Chavero (1841-1906), en el capítulo dedicado a la etapa prehispánica de la obra México a través de los siglos, señaló la importancia de los registros gráficos dejados por las culturas prehispánicas del continente americano. Pese a la gran destrucción de estos grupos tras la llegada de los españoles a América, su historia se salvó, en gran medida, por dos vías: los registros de los misioneros y la realizada por los mismos pueblos devastados. Porque “Es verdad que no se pueda conservar de modo perfecto y absoluto la historia si no es por escrito…”. Gracias a los misioneros, quienes aprendieron lenguas, costumbres y leyendas, la historia de estos pueblos quedó registrada en crónicas que, pese a que muchas permanecen inéditas, han servido a la reconstrucción histórica. Por otro lado, además de los edificios y los ídolos que permanecieron tras la conquista, se conservan también los recuentos históricos grabados en piedra por estos mismos pueblos que, además, presentan una cronología perfecta, base principal para la precisión histórica.
Pudieron, pues, nuestros antiguos pueblos dejarnos en sus jeroglíficos, no solamente la historia de sus hechos, sino la de sus costumbres públicas y privadas, sus ideas religiosas, sus conocimientos astronómicos, su cronología y supersticiones, su organización política, y, en una palabra, el conjunto de su civilización. Por lo mismo, la primera fuente de nuestra historia antigua son lo jeroglíficos, como obra de aquellos mismos pueblos.
Gracias a estas fuentes (coloniales y registros iconográficos), opina Chavero, la historia de nuestro pueblo (el mexicano) es superior a la de otros pueblos primitivos, incluso a Grecia misma, en donde las leyendas están llenas de imaginación que las hace alejarse cada vez más de la verdad.
La historia narrada por Chavero en esta obra ha sido muy criticada desde su propio tiempo. No obstante, su sentir sobre la importancia de los registros gráficos fue compartido por sus contemporáneos e, incluso por sus críticos, como Justo Sierra Méndez (1848-1912). El educador porfiriano, en su obra México su evolución social, se lamentaba de la falta de un Champollion que pudiese encontrar la piedra roseta para descifrar el “desesperante mutismo” de las culturas precolombinas y, sobre todo, de las mayas. En este mismo sentido, el profesor del Museo Nacional Jesús Galindo y Villa (1867-1937), afirmaba que tanto valor tenía un monumento de piedra como un códice.
El valor brindado por estos historiadores a los registros gráficos no solo develan un fuerte interés en la ubicación cronológica de los pueblos y su devenir, sino además, la preocupación de toda una generación por la verdad histórica. Enrique Palacios participó de las inquietudes de esta generación intelectual a la vez que fue parte de toda una tradición en la arqueología durante la primera mitad del siglo pasado.
– III –
En las páginas de la Memoria de la Sociedad, Palacios inició sus estudios sobre el mundo prehispánico. En la sesión del 7 de mayo de 1917 presentó ante la Sociedad los resultados de su recorrido por las ruinas (enmontadas) de Tuxtepec, Oaxaca. A partir de su recorrido e investigación en fuentes documentales, concluye preliminarmente que estas ruinas fueron fortalezas militares aztecas. Además de que el americanista Eduard Seler ya había señalado el lugar como uno de los primeros avances de esta cultura hacia el sur, considera que
La misma ausencia de signos esculpidos, pinturas o decoraciones nos confirma en la idea de que fueron aztecas, mejor que zapotecas, mayas o toltecas los constructores de estas obras, en cierto modo desprovistas de arte, pero hábilmente dispuestas para servirse de la vecindad del río y de los accidentes del terreno.
Sin duda los signos constituirán una de sus obsesiones a través de los siguientes años, y significarán su nacimiento en la vida arqueológica. Luego de esta breve descripción de Tuxtepec, Palacios abordará de lleno dos temáticas fundamentales para la arqueología de este momento: la Piedra del Sol y Teotihuacán.
En 1920 publicó, también en las Memorias de la Sociedad, un texto intitulado “La Piedra del Sol y el primer capítulo de la historia nacional”. En éste (dedicado a su madre, Adelaida Mendoza de Palacios), Palacios considera todas las interpretaciones hechas desde que la piedra fue sacada a la luz a finales del siglo XVIII. De todas éstas considera, la única válida e importante, es decir, que carece de falsas interpretaciones, es la Alfredo Chavero. No obstante, todos estos antecedentes le permiten “leer” el relieve de la piedra, en la que se encuentran
[…] el saber astronómico, la cosmogonía y las fechas principales de la historia de la raza constructora; del pueblo autor de un monumento que no sólo debía asombrar al mundo, como síntesis de la más prodigiosa de belleza y de ciencia que acaso los hombres hayan creado, sino que, por la naturaleza de su material, sobrevivirá a la vida de la especie humana en el planeta.
Por medio de “arqueología comparada”, es decir, de la revisión de las fuentes coloniales, describe con pericia cada uno de los círculos de la piedra. Tras este estudio, propone el análisis de las fechas inscritas. No abordaré aquí el contenido de sus interpretaciones, pues ello sería motivo de otro análisis, por demás extenso. Únicamente me interesa señalar aquí dos elementos que me parecen relevantes para el presente escrito.
En primer instancia, Palacios considera que el tercer círculo de la piedra (de dentro hacia fuera) es el “abc” de todo arqueólogo, es decir, el calendario nahua, que sirve de base para comprender todos los demás debido a que es el “legado común de un pueblo civilizador, que a todos los otros sirvió de tronco”. La síntesis de la piedra, es arte, historia y calendario y en ella se da cuenta de la “raza inventora de la religión astronómica y del culto del gemelo hermoso”, la tolteca. Considerando esto, la “lectura literal” del monumento es:
En el año 4992 concluyó la tercera edad del mundo, pasadas cuatro ocasiones cuatro veces. A su término se juntaron Tonatiuh y Quetzalcóatl en el cielo, y en el Tonalámatl fue el día Ce Cipactli, primero de la cuenta. Era el fin del año 13 acatl. 104 años después, los sabios tulteca fundaron su ciudad y eligieron rey, y reunidos los ancianos y los astrónomos y agoreros principales, dijeron: vamos a comenzar otra vez la cuenta del tiempo. Y así lo hicieron a partir del año siguiente, Ce técpatl, que era el 5, 097 de la creación. Y añadieron que esta edad había de acabar por calamidades terrestres, después de 4 veces 416 años, como por la fuerza del agua y la del aire y la del fuego habían terminado las anteriores, porque así lo quieren los dos señores del cielo que se juntan cada 8 y cada 104 años. Y dispusieron escribirlo en un monumento, fuerte y eterno como el tiempo, para que se guardase en él la historia del mundo.
Desde el texto de Chavero en México a través de los siglos, una de las preocupaciones básicas era conocer el o los focos difusores de la civilización para los pueblos americanos. La pregunta se mantuvo, de hecho, hasta la vuelta del siglo. La tan referida secuencia cerámica para la Cuenca de México (de los cerros/arcaico-teotihuacano-azteca) propuesta por Franz Boas (y mal atribuida a Manuel Gamio) tenía como sustrato esta inquietud. Tras estos primeros trabajos estratigráficos en el país, parte de la comunidad arqueológica se avocó a análisis de este tipo, como Eduardo Noguera (1896-1977) y José Reygadas (1886-1939). Por otro lado y coincidiendo con las inquietudes de la comunidad de arquitectos mexicanos, otros, encabezados por Federico Mariscal (1881-1971) e Ignacio Marquina (1888-1981), pretendieron identificar las secuencias culturales y cronológicas en la arquitectura monumental.
Como han señalado otros autores, si bien en la pregunta del origen subyace un sentido evolucionista que ha caracterizado a la antropología en general, también es innegable la presencia del pensamiento romántico alemán que pretende identificar la historia de los pueblos. Y es muy posible que ambas tendencias estuviesen presentes en todos los trabajos arriba señalados.
Recuperando la conclusiones sobre la Piedra del Sol, lo que me interesa resaltar aquí, es que, Enrique Palacios considera algunos elementos que no han sido considerados por la historia de la arqueología en general como parte del proceso de desarrollo de los primeros investigadores y trabajos arqueológicos del siglo pasado y, que además, estos muestran concordancias no sólo con la tradición histórica decimonónica en México sino, además, con la americanística alemana y los estudios del folklore. Por un lado, Palacios brinda un papel primordial al conocimiento de la cosmogonía del pueblo constructor, así como al análisis por medio de la “arqueología comparada”, lo cual podría señalar una relación con los intereses de la etnología del momento (el estudio del folklore). La validez que le otorga a la escritura en jeroglifos, por otro lado, presupone objetividad, certeza, lógica, claridad y exactitud en el dato escrito, es decir en la Historia, así ésta haya sido escrita en tiempos tan remotos y en caracteres diferentes a los latinos. En ambos casos, me parece, es posible encontrar coincidencias con lo antes señalado por Chavero, que posiblemente se relacionen con la tradición decimonónica mexicana y la americanística alemana.
Ambos elementos, me parece, serán la base de sus análisis y lo fundamental en su propuesta para lo que, años más tarde, él mismo denominará “estudios histórico-arqueológicos”. Al menos esto resulta evidente en los siguientes escritos que elabora antes de que ingrese al trabajo formal arqueológico, como mostraré adelante.
Es posible que su participación en las publicaciones de la “Sociedad Alzate”, le brindase cierto reconocimiento en el mundo intelectual ya posrevolucionario. El régimen del general Álvaro Obregón, nuevamente en los festejos del Centenario de la Independencia (ahora de la culminación en 1821), lo incluyó como uno de los autores del Álbum histórico mexicano.
Obra de gran formato (50x35cm) con 800 páginas de papel couché, que incluye numerosos grabados, este Álbum tuvo la finalidad de reunir diferentes textos de carácter histórico para mostrar que, pese a las revueltas acaecidas, el progreso del país, desde que inició su vida independiente, no se había detenido. Contó con la pluma de grandes figuras como los historiadores y juristas Galindo y Villa y Francisco Bulnes y el antropólogo Nicolás León (1859-1929). Palacios contribuyó con cuatro textos, dos de los cuales estuvieron dedicados al México independiente. En el tercero, Palacios volvió sobre la cuestión de los jeroglíficos de la Piedra del Sol, mientras que el último estuvo avocado a Teotihuacán, el segundo tema que atraería su atención en estos primeros años de actividad arqueológica.
El tema no era casual ni improvisado. Teotihuacán estaba en boca de todos gracias a las exploraciones realizadas por la Dirección de Antropología desde 1917 y encabezada por Manuel Gamio. Por estas mismas fechas (1922) se dieron a conocer, en una magna obra de tres volúmenes, los resultados de dichos trabajos llamados “integrales”. En lo concerniente a la época prehispánica, se incluyeron trabajos sobre arquitectura, lapidaria, orfebrería y cerámica. El proyecto de Teotihuacán propuso una forma de hacer investigación en un sitio monumental. Entre otros aspectos, no sólo se proponía la estratigrafía como herramienta básica de trabajo, sino que se pretendía corroborar en este lugar, por medio de aquella y otras herramientas –como el análisis arquitectónico , la secuencia cultural antes propuesta por Boas.
Si bien son pocos los análisis detallados que se han realizado acerca de los alcances y repercusiones de esta obra, parece contundente que ésta tuvo gran éxito político y aparentemente también académico. En otro sentido, la hagiografía construida alrededor de Manuel Gamio pretende concebir a este proyecto como un hiato que propició la cientificidad de la disciplina arqueológica. No obstante, cabría resaltar que la respuesta de la naciente comunidad no fue completamente homogénea ni favorable, al menos en lo que a textos publicados se refiere. Hubo algunas obras que replicaron o criticaron a este equipo de trabajo aunque prácticamente las respuestas de los investigadores de la Dirección fueron nulas.
Ramón Mena, profesor del Departamento de Arqueología del Museo, fue uno de los principales críticos. De mayor fondo fueron las críticas de Palacios. Por estas fechas publicó El templo de Quetzalcóatl en Teotihuacán. Su significación histórica, y, junto con Miguel Othón de Mendizábal ( 1890-1945 antiguo alumno del Museo Nacional y para entonces, profesor del Departamento de Etnografía del mismo establecimiento), una monografía intitulada “Quetzalcóatl y la irradiación de su cultura en el antiguo territorio mexicano”.
Es claro que estas publicaciones requirieron de meses o incluso años de estudio sistemático. Palacios conoce la obra de la Dirección. Ha recorrido la ciudad de los dioses y sus alrededores. Maneja con habilidad los datos de las fuentes del siglo XVI, las interpretaciones de Gamio, Ignacio Marquina (1888-1981), el germano Eduard Seler (1849-1922), Francisco del Paso y Troncoso, su mentor Galindo y Villa, García Cubas, el viejo inspector de monumentos Leopoldo Batres (1852-1926), y de todos aquellos que han escrito sobre el tema. Presenta tomas de los edificios recién explorados, y debate los resultados presentados por algunos miembros de la Dirección.
A diferencia de aquella y pese a que se trata de toda una ciudad arqueológica, Palacios basa su análisis en los monumentos que presentan glifos. No es que desconozca los alcances del análisis arquitectónico o de la misma estratigrafía. Al contrario, los conoce, pero desconfía de la validez que estos métodos pueden brindar por sí solos. Acepta que la pregunta sobre los constructores de la ciudad puede ser respondida por medio del estudio de los datos que el suelo suministra, sean éstos, “directos por su índole, [o] indirectos porque hay que interpretarlos”, es decir, los estudios comparativos arquitectónico y estratigráfico. Pero en particular, éste último, si bien es moderno y sólido en la práctica y seguro en los resultados que brinda, debe complementarse con otros de otra índole. Porque
En presencia de dos tipos de cerámica sobrepuestos, cualitativamente diferenciados ¿cómo podría decirnos el método estratigráfico por sí sólo, si se trata de productos de distintos pueblos o de fases sucesivas de una misma evolución? Habrá que acudir a la arqueología comparada, a las aportaciones de la tradición o a los otros documentos históricos, cuando falten constancias de carácter más preciso.
La estratigrafía no puede, a partir únicamente de sus recursos, precisar la “raza o familia étnica” correspondiente a cada uno de los asentamientos investigados. Además, faltan en todo el territorio excavaciones que brinden nuevas secuencias cerámicas que puedan servir para el análisis comparativo. Por tanto, él se avoca al análisis iconográfico y de arqueología comparada de los edificios y su disposición, particularmente del Templo de Quetzalcóatl.
Partiendo de la idea de que puede localizar el calendario en la ciudad, o bien las ideas cosmogónicas de los constructores, cuenta los escalones de los edificios, interpreta los símbolos que éstos muestran en sus relieves, y lee todo signo que se encuentra al paso.
Si los toltecas son o no lo mismo que los ulmecas, es una pregunta que aún no se puede contestar. Lo que Palacios asegura es que, se llamen toltecas, ulmecas o como se quiera, los constructores de la ciudad son protomexicanos (anteriores a los mexicas y los mismos de Xochicalco, Morelos), y son quienes enseñan y heredan a los mexicas el calendario y muchas de las prácticas cosmogónicas, sin que éstos últimos deriven de manera directa de aquellos. El calendario entonces, tuvo su apogeo en este lugar, y la difusión también puede observarse hacia el sur.
Sorprende, de cierto, la miopía intelectual de que han dado muestras quienes, teniendo a la mano los elementos axumados [sic], no han percibido ni remotamente el alcance que poseen, en el problema de la filiación del sistema cronológico y el centro de irradiación de la cultura.
El punto geográfico del origen aún no es claro, pero lo más probable es que no haya sido este lugar, y no estaría de sobra pensar en la Atlántida. Lo único que puede quedar claro por ahora es que en Teotihuacan, en los siglos VIII y X, florecía “una cultura de nobles caracteres, alma de la cual fue el mito de Quetzalcóatl, síntesis del sistema de medir el tiempo que se nombra tolteca”. Tanto en este lugar, como en Xochicalco, Copán, Chichén Itzá, y otros, se observa “la estampa de la misma gente: la difusión de una cultura ramificada por distintos lugares pero procedente de igual tronco” con variaciones locales.
Allende a las interpretaciones vertidas en estos textos –sin duda controvertidas , considero que muestran claramente las preocupaciones centrales para Palacios: cómo adentrarse en el pueblo estudiado, y qué rostro se oculta tras los restos de piedra que parecen gritar un origen común. Las respuestas, a lo largo de su vida, las buscará en los glifos.
Me parece que además del sentido cronológico atribuido a los registros gráficos, este tipo de registros fueron apreciados por el sentido de verdad histórica. Para estos momentos la historia, entendida como la recuperación del la memoria y su verdad, sobreestima el testimonio del cronista, como personaje que puede observar, de manera directa e imparcial, los hechos y, posteriormente, relatarlos para la posteridad, para conservar la memoria y, con ello, la historia colectiva. La cosmogonía, en este sentido, era la síntesis de aquella (de la memoria) y podía ser observada, tras identificar la decodificación necesaria, a través de la lectura certera de los glifos.
Con estas preguntas y presupuestos, Palacios ingresó a la arqueología. Luego de los textos arriba mencionados, Enrique Juan Palacios se integró a la práctica arqueológica institucionalizada. En enero de 1922 ingresó como Oficial Tercero Bibliotecario del Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnografía, y con ello dio inicio a su vida en el ámbito institucional de la arqueología en el país.
Cabe mencionar brevemente que para este momento la arqueología del país era practicada, de manera institucional, por dos dependencias que poco tenían que ver entre sí. Por un lado, la Dirección de Antropología arriba mencionada (DA, y antes Dirección de Estudios Arqueológicos y Etnográficos), dirigida por Manuel Gamio, como parte de la Secretaría de Agricultura y Fomento, desde 1917 tenía como objetivo prioritario realizar estudios integrales antropológicos en las diversas regiones del país. Para ello el territorio nacional fue dividido en varias áreas, de las cuales Teotihuacán fue la primera y única explorada.
Por el otro lado, el Museo Nacional, integrado en 1922 al Departamento de Bellas Artes de la Secretaría de Educación Pública, continuaba con sus labores tal como las desarrolló durante el Porfiriato , salvo que contaba con muchos menos recursos para ello. Sus Departamentos de Historia, Arqueología, Etnografía, Lenguas, Antropología Física y talleres técnicos de Moldeado, Fotografía, y Biblioteca , a cargo de los profesores porfirianos Ramón Mena Issassi (1874-1957), Luis Castillo Ledón (1880-1944), J. Galindo y Villa y Nicolás León , veían restringidas sus labores debido a los precarios recursos provenientes del gobierno federal. Desde el constituyente de 1917, el Museo no había realizado ninguna exploración arqueológica y desde 1913 había cancelado la publicación de su órgano de difusión, los Anales. El año de la llegada de Palacios al establecimiento, 1922, también marcaría una diferencia en la suerte del Museo.
Pese a su nombramiento (oficial segundo), Palacios no se avocó de manera exclusiva a la atención de la biblioteca. Al siguiente mes de su ingreso (febrero) salió comisionado por tres meses, trayendo a su regreso el honor, para el Museo, del hallazgo de una nueva zona arqueológica monumental.
A partir de este momento, su práctica en campo crecerá y sus interpretaciones, junto con las de sus colegas Miguel Othón de Mendizábal (1890-1945), Roque Ceballos Novelo (1885-¿?), Alfonso Caso (1896-1974) y, en otro sentido, por Ignacio Marquina, Federico Mariscal (1881-1971) y Eduardo Noguera (1896-1977) conformarán una tradición de trabajo para brindar respuestas a la pregunta sobre el origen de la civilización, la cosmogonía y la memoria de los pueblos pasados. Con el tiempo, todos estos personajes, sus prácticas, preguntas y lecturas, quedarán ocultas tras el peso de la historia mítica de la disciplina que homogeniza su propia memoria en un presentismo acrítico que ya no reconoce su propia diversidad.