Artículo publicado en la revista «Caras y Caretas», número 41, correspondiente al mes de agosto de 2008, ISSN 0327-6384, de la ciudad de Buenos Aires, Argentina.
La iglesia de San Ignacio necesitaría un exorcismo para espantarle a los demonios que la atacan sin cesar: primero una restauración cara pero mal hecha, después un destrozo a manos de aventureros buscando un tesoro que nunca existió.
Quien haya pasado frente a la antigua iglesia de San Ignacio, en la calle Bolívar, en plena Manzana de las Luces, habrá visto con horror las enormes grietas que corren verticalmente por su fachada e interiores. Durante cinco años estuvo apuntalada hasta que misteriosamente se sacaron los caños, aunque la calle continuó cerrada al tránsito. Paralelamente, tras años de notas y denuncias en los diarios, (entre 2003 y 2007) todo se silenció. Hasta nos olvidamos del asunto a menos que entremos a la iglesia y miremos hacia arriba.
Por supuesto la historia es muy larga y los problemas muchos, pero nadie olvida que en 1993 se hizo una enorme fiesta al estilo menemista para celebrar la realización de las obras que, costo descomunal mediante, habían terminado con los problemas de siglos. Poco después el agua comenzó a entrar a raudales, se vio que los techos estaban mal hechos, no servían los desagües y el sobrepeso de la cubierta no había sido retirado pese a que se cobró por hacerlo, entre otras «minucias» que se conocieron.
Pero todo esto era juego de niños ante lo que estaba pasando adentro. Un hábil grupo de aventureros, ingenieros y militares, había convencido al párroco de que había un enorme tesoro enterrado en el centro de la nave mayor. Y que con modernas tecnologías, y en silencio, podían buscarlo. Puede parecer mezcla de infantilismo e idiotez, pero así fue. Lo cierto es que el cura, inocente, pidió permiso a las autoridades, pero le fue denegado. El pedido dice claramente que todo se basaba en «la información suministrada por el Ing. A. J. Del Aguila Moroni y corroborada técnicamente por equipos de georradar». Que ninguno de ellos sabía leer un georradar es más que obvio: creer que los entierros coloniales son tesoros es de tarado.
Y ojo, que no nos confundimos con los túneles del siglo XVIII, que bien existen y conocemos.
Así que, en medio de una iglesia fracturada, se hicieron túneles de siete metros de profundidad que cruzan por todas partes, sin plano ni lógica siquiera, buscando un tesoro inexistente. Arrasaron con todo, destruyeron los entierros antiguos, incluso aprovecharon las excavaciones arqueológicas que se habían hecho poco antes (ninguna profundiza más de un metro), y al no haber nada y enfrentarse a las denuncias, le hicieron una nueva entrada al túnel antiguo destruyendo sus paredes al cambiarle el grado de humedad, y se fueron dejando todo simplemente poceado. Entre tanto bache en la ciudad, quizá nadie se iría a dar cuenta. Eso sí, una enorme chapa de hierro, casi inamovible, tapa las entradas; para que nos olvidemos, como siempre.
Hoy, tras cinco años de denuncias, de haber dado nombres y hasta fotos pala en mano de los responsables, nadie sabe nada; el nuevo párroco «ni siquiera me conoce», las instituciones no se involucran, y los arreglos los pagarán todos los ciudadanos con sus impuestos, algún día.
Es la segunda iglesia de Buenos Aires perforada salvajemente para encontrar el oro de los jesuitas. La primera fue, hace más de diez años, la de San Telmo. Quizás haya habido otras de las que no nos enteramos. Culpables: nadie, obvio…