¿Estamos todos locos?: hacia una arqueología de la locura en Buenos Aires

Artículo publicado en Patrimonio Cultural Hospitalario, compilado por la Lic. Celia Sipes, de la colección Temas de Patrimonio Cultural, número 21, pps. 179-187, de la Comisión para la Preservación del Patrimonio Histórico Cultural de la Ciudad de Buenos Aires, ISBN 978-987-23708-5-5, Buenos Aires, año 2008.

La arqueología de rescate en una ciudad da extraordinarias sorpresas: lo que parecería ser una actividad «tipo bombero», en la que se corre a apagar incendios, en realidad es algo que nos permite entrar a lugares para una arqueología de proyecto típicamente universitaria. Esto que vamos a narrar es lo sucedido en dos acciones de estas características, una en el Hospital Neuropsiquiátrico Moyano y la otra en el Centro de Salud Mental N° 3, donde lo encontrado no habla de los internos sino de los psicólogos, médicos y autorida­des, de la sociedad en su conjunto. Son casos en que hemos excavado los restos de la destrucción de organismos científicos del más alto nivel, por decisiones poco claras, desidia, política burda, incomprensión, negociados o falta de inteligencia. Como bien escribió un interno en la fachada de uno de esos edificios: ¿estamos todos locos? Son historias que, en otro contexto, resultarían escalofriantes; aquí fueron sólo dos estudios arqueológicos.

El ex Instituto Nacional de la Nutrición, actual Centro de Salud Mental no. 3

Durante 2005 se comenzaron obras para hacer un edificio en la parte posterior del Centro de Salud Mental N° 3 «Arturo Ameghino», en la avenida Córdoba 3120. El Centro pertenece al Gobierno de la Ciudad y allí se lleva a cabo un trabajo en drogadicción, dependencias y otros problemas sociales. Mientras se comenzaba a excavar, el personal observó que iban quedando expuestos frascos, platos y objetos. No existían las posibilidades materiales de un trabajo sistemático, la empresa constructora estaba en plena excavación y la mitad del pozo ya había sido destruido. Pese a esos inconvenientes se decidió actuar rescatando el material posible y los datos contextuales del evento que había llevado a ese extraño entierro masivo de objetos. La cronología moderna y las condiciones del descarte como destrucción intencional eran tentadoras para dejarlo de lado.

Abrir la puerta al pasado de los últimos años es un tema fuerte, teniendo mucho que decir la arqueología. El que los militares hayan asumido la idea de desaparecer a sus enemigos, borrarlos de la existencia, sigue siendo un desafío cada vez para quienes trabajamos haciendo visible la materialidad de los eventos transcurridos.

El Centro de Salud Mental fue fundado en 1948, para tener un lugar de tratamiento de lo que surgía como un campo que incluía a los llamados neuróticos, psicópatas y toxicómanos, todos problemas psicológicos no ubicables en terrenos de la alienación, fuertemente influidos por el psicoanálisis. Más tarde, en la dictadura, hubo un impulso para regresar a la psiquiatría tradicional representada por la figura del Dr. Ameghino. Su prédica se centraba en “un filtro para depurar la sociedad de elementos perniciosos (v todo elemento que amenace el bienestar de la integridad racial”. Esto produjo fuertes oposiciones y marcados conflictos.

La historia se inició cuando en 1909, Francesco Garzia, napolitano, había construido este Sanatorio Modelo; en 1923 pasó a la Municipalidad. Tenía una fachada monumental que aún ostenta las letras SM. Tras el cambio de propietario funcionaron allí varios organismos, entre ellos, desde 1928, el Instituto Nacional de Nutrición; diez años después pasó a la Nación. Había sido fundado por el Dr. Pedro Escudero, quien inició los estudios sobre alimentación, nutrición y dietas. En 1969 se instaló allí el Instituto de Salud Mental y regresó a la Municipalidad en 1978.

El terreno del hallazgo es un jardín donde la parte central había sido destruida por la maquinaria, incluido el pozo, al menos en un 50 %. Debió medir dos metros de ancho y tener una profundidad similar. Hay un detalle interesante para la ciudad y es el insólito juego de desniveles entre calle y terreno, antes separada del jardín por un paredón de tres metros de alto. Con el tiempo toda la manzana fue rebajando el nivel piso bajo desapareciendo los relictos de una zona con topografía diferente a la actual, siguiendo con el proceso de aplanamiento general de Buenos Aires.

Nuestro trabajo se hizo a partir de las siguientes hipótesis: 1) ¿era posible explicar y fechar el evento que se estaba observando?, 2) ¿era posible establecer las características de la vajilla descartada o se descartó también un laboratorio?, 3) ¿por qué no se arrojó todo eso a la basura normal y en cambio se lo enterró, lo que resulta insólito para el momento en que se hizo? Y estas preguntas nos llevaban a otra: 4) ¿cuál es la relación entre una ciudad que tiene problemas de nutrición y crea un Instituto con ese objetivo, con que la vajilla para ser usada allí se mandara a fabricar a Inglaterra y luego se la descartara masivamente, al igual que las medicinas y laboratorio?

Vale la pena detallar la inmensidad de lo hallado: podernos comenzar con los mayoritarios platos marca Ridgway. Es una vajilla de alta calidad, de la que llamamos porcelana de baja cocción. Tiene en la parte superior un anillo delgado con la inscripción INN y por la parte de atrás la marca Ridgway Shelton England, al centro Estd. 1792 y abajo la inscripción «Distribuidores Diéguez & Bergna, Buenos Aires». La marca corresponde a la fábrica Bedford Works ubicada en Shelton, Hanley; se inició su uso en 1932 y casi dejó de existir en 1952. En total se recuperaron 1282 fragmentos que pesaron 69.70 kilos. Respecto a los platos playos el peso promedio es de 750 gramos; se encontraron 832 fragmentos que pesan 49.82 kilos, lo que corresponde a 66.5 platos. En los platos hondos el peso promedio de cada uno es de 770 gramos. Se encontraron 416 fragmentos que pesan 19.98 kilos lo que corresponde a unos 26 plato. Lo recuperado es de casi exactamente 84 platos.

Otro grupo consistió en un conjunto heterogéneo de lozas que tienen en común el color amarillento, tradicional a lo hecho con posterioridad a la década de 1930. Sin entrar a describir cada una, hay marcas nacionales y extranjeras, platos hondos, playos, de postre y para tazas de café y té, al igual que sus tazas. El total de vajillas de loza es de 3018 fragmentos que pesaron 1107 kilos y que debieron corresponder a 185 objetos. Si mantenemos cómo válido que lo rescatado es aproximadamente el 5 % del total, esto se transforma en algo impensable, ya que mover más de dos mil kilos de loza es de por sí todo un trabajo.

Lozas halladas y posible cantidad original

Fragmentos                            Peso (kg)         Objetos

Halladas        3018                        110.70          185

Posibles*       60.360                     2214.00       3700

* Calculado al 5 % del total

Los vidrios encontrados indican que en un total de 2932 de fragmentos, frascos y botellas completas se pueden observar tres conjuntos: 1) frascos y botellas de remedios y laboratorio, 2) objetos de laboratorio y 3) botellas de uso personal (tocador, consumo alcohólico y otros). Entre los primeros, que son la mayoría, hay vidrios que pueden sepa­rarse por sus colores ya que tienen relación con el propósito para el cual fueron fabricados. Los mayoritarios son los transparentes (1274 fragmentos) que incluyen frascos y botellas y deben corresponder a un NMI aproximado de 116 frascos y botellas. A eso se le pueden sumar 46 hallados enteros, lo que da cerca de 152 frascos-botellas descartados. En segundo lugar hay frascos marrones, comunes en medicina y laboratorio. Se hallaron 310 fragmentos y 66 enteros; hubo entre los fragmentos 60 bases y la mayoría de los picos son para rosca —tipo tapa plástica- y un único pico vertedor, aunque hubo al menos 16 picos para tapones de goma y esmerilados. El tercer tipo de vidrio es el verde, generalmente atribuido a las botellas de alcohol, de lo que hubo 642 fragmentos con un NMI de 34 botellas. Hay 49 ampollas comunes y de inyección automática, enteras y 66 tubos de ensayo, aunque por su fragmentación supongo que serán más de cien.

Las botellas identificadas que no son de medicina corresponden a tres marcas de bebidas alcohólicas, una gaseosa, un florero, una copa, un vaso, un sifón, un tintero, dos perfumeros, tres de productos para el pelo masculino, una bolita infantil, una botella de aceite y seis lámparas eléctricas: los objetos personales son el 0.09 % del total.

Entre los objetos de laboratorio hay restos de grandes lámparas, jeringas y sus émbolos (del tipo antiguo), tubos, tapones esmerilados, sondas y objetos diversos. Hubo dos botellas de Suero Baxter con sus soportes de aluminio y tres tapas. Entendamos que esto significa la friolera de unos diez mil objetos.

Vidrios hallados y posible cantidad original

Fragmentos y enteros                           Objetos

Hallados                  2932                            500

Posibles*                58.640                      10.000

* Calculado al 5 % del total

Como es habitual en Buenos Aires el material ferroso estaba muy oxidado. Se recuperaron 9,23 kilos y hay restos de un triciclo infantil, latas de conserva y tapas de frascos, de ollas, escupideras y dos pavas. Nuevamente llevarse cargando unos 190 kilos de objetos de metal no es cosa sencilla.

Se encontró 183 huesos o fragmentos, de ellos sólo uno humano ya que los demás eran de vacuno (Bos Taurus) 91, ovinos (Ovil artes) 8, pollo (Gallos :grullas) 12, pavo (Meleagris gallopavo) 1, perro (Canis familiaris) 1, pescado 3 y aves indeterminada 6; además hubo 44 astillas no identificables. Cabe destacar la presencia de un molar humano quebrado. El 34,10% estaba quemado. Es evidente que la mayoría de los huesos son de un posible gran asado compuesto por carne vacuna (50%), un pollo (6,6%) y parte de oveja (4,3%).

Dijimos que un cálculo aproximado de lo que se rescató es seguramente el 5 % del total. Esto nos permite ver que las dimensiones de lo descartado es enorme, cosa llamativa si pensarnos la contemporaneidad temporal del material; asimismo la observación del pozo no demuestra procesos de compresión o acumulación de sedimento. Si pensamos que tenemos para el total del pozo más de 2.200 kilos de lozas de 3.700 platos y vajilla, unos 10.000 frascos, botellas, tubos de ensayo y objetos de laboratorio, 180 kilos de hierro más unos doce kilos de otros metales, algunos materiales de construcción y otros de uso personal, da una cifra extraordinaria.

Estas serían algunas conclusiones: 1) el conjunto más representado es el de la vajilla de comida; dentro de éste, los platos son más del 90 %, no hay de servir y casi no hay de cocinar; 2) el segundo conjunto es de farmacia incluyendo medicinas y laboratorio; la mayor parte de éste son frascos de vidrio con contenido y tapa; 3) los objetos de uso personal (0.09 %) son casi inexistentes; 4) el contenido del pozo fue descartado en un lapso muy corto de tiempo; 5) la mayoría de los objetos fueron descartados enteros; 6) al terminarse hubo fuego sobre estos objetos con quema de huesos y pan e implicó bebidas alcohólicas.

La pregunta de cuándo se produjo esto puede ser respondida, aunque una mirada que se cruce con la información histórica puede permitir sumar un evento y una situación política. Creemos que el año 1978, cuando el Instituto regresó al Municipio por parte del Gobierno Nacional, puede ser la fecha clave: desde la cultura material todos los objetos descritos están coexistiendo; diez años antes o después no hubiera sido posible. Políticamente el país de 1978 estaba envuelto en un caos, con el general Videla —entre otros- corno dictador, la represión estaba desatada, era el año triste del Mundial de Fútbol simultáneo al secuestro, tortura y desaparición masiva de la oposición, la búsqueda de una guerra con Chile y de graves conflictos de todo tipo. Y no es de extrañar que en un centro de salud mental, no dedicado precisamente a la psiquiatría sino a los problemas psicológicos de la comunidad, haya habido enfrentamientos graves, como sabemos que los hubo. Eran años de plomo y muerte y no suena raro que se produjera una decisión de este tipo: la transferencia de un organismo que implicó graves conflictos gremiales, sociales y de toda clase, los que bien pudieron culminar con la secreta decisión de destruir todo esto: ¿para ocultar algo?, ¿para justificar un nuevo presupuesto de compra?, ¿por simple decisión arbitraria típica de las dictaduras o las burocracias?

Las causas pueden ser muchas, lo concreto es que alguien tomó la decisión de destruir un laboratorio, la farmacia y la cocina y lo hizo a escondidas, sin siquiera descartarlo a la basura diaria, sino enterrándolo, desapareciéndolo en el jardín. Al igual que los opositores políticos, los objetos habían dejado de existir. Y quienes lo hicieron tomaron varias botellas de licor y se comieron un pollo y carne asada dejando quemar el pan que les sobró; sin duda debió ser un trabajo duro trasladar todo esto al sitio y taparlo. Quizás esta sea sólo una historia más en la compleja trama de nuestra historia reciente.

El Pabellón Jakob del Hospital Moyano

En Buenos Aires existe un conjunto hospitalario dedicado a los problemas mentales compuesto por dos unidades, habitualmente llamados El Borda y El Moyano; este estudio es en uno de ellos, en El Moyano. Compuesto por pabellones y edificios dispersos por grandes terrenos construidos desde la mitad del siglo XIX siguiendo el antiguo patrón para evitar los contagios y mejorar el control, no es el lugar más simpático para llevar a cabo estudios arqueológicos o patrimoniales. Sus realidades son patéticas, denigrantes por la situación de desamparo, miseria y abandono.

Este proyecto nació por la reacción de los profesionales dedicados al patrimonio del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, que plantearon críticas a que sus propios organismos culturales lo usara para visitas turísticas con sesgo histórico. Más allá de lo absurdo, rayando en lo patológico, de llevar gente de paseo cultural a manicomios casi destruidos y en ruinas, que le pertenecen al mismo Gobierno, funcionarios y visitas caminaron por dos años sobre el derrumbe de lo que fue uno de los mejores laboratorios del país, sobre bibliotecas desintegradas, negativos de vidrio aplastados y frascos de laboratorio de restos humanos, sobre los que se colocaron tablones para no mancharse. Se abrió el lugar al público en esas condiciones porque importaba lo lóbrego, que era vendido a visitantes ávidos de emociones de túneles antiguos, donde Juan Manuel de Rosas “escondía tesoros, para llevarlos desde allí al Riachuelo”, entrando absurdamente por un aljibe, que en realidad era parte de una decoración de 1930. Allí fue cuando se lo detuvo para hacer un estudio histórico y patrimonial y en este caso arqueológico, ya que en el sótano era necesario excavar en el sedimento o pasta de libros, muebles, restos humanos, basura y fotos, para entender qué pasó. Los estudios se comenzaron, la limpieza y protección también, para quedar nuevamente abandonado. Lo que logró hacerse fue rescatar y limpiar un poco el sitio y los objetos que sobrevivieron.

Es difícil imaginar la situación que encontramos y lo que ello implica en cuanto a la destrucción de la ciencia y de las instituciones. Un rescate que nació como trabajo patrimonial en reacción a otro turístico descontrolado, terminó como una frustración, aunque estudiada arqueológicamente. Una experiencia más de la arqueología de una gran ciudad que a diario obliga a replantear métodos, técnicas y hasta nuestra propia racionalidad ante la realidad que nos circunda.

La enseñanza de la Patología Mental fue establecida en 1886 y puesta en manos de Meléndez, a su vez primer director del Hospicio de las Mercedes. En 1899 se creó el laboratorio de Anatomía Patológica a cargo de Christofredo Jakob. Se iban separando la psicología, la psiquiatría, los estudios neurológicos y los anatómicos. Se estaba completando el traspaso de la salud, desde la religión y la beneficencia, al Estado Nacional. Para que se produjera la llegada desde Alemania de Jakob tenemos que reconocer la existencia de un campo de estudios consolidado. Su historia está ligada al desarrollo de la neurociencia, y su aporte a la neuroanatomía y neurohistología comparadas está a la altura de otros insignes nombres en el mundo. Su obra quedó en unos treinta libros y doscientos artículos ilustrados con estudios microscópicos a color, una épica de su tiempo. Este joven médico psiquiatra dedicado a la neurobiología llegó en 1899 y murió aquí en 1956. Su primer gran obra local fue el famoso Atlas del sistema nervioso.

Su estadía generó conflictos de poder y prestigio que se acrecentaban porque además de extranjero era luterano; su vecino Llobet, competidor y colega local, era conservador y ferviente católico, mientras que el tercero, Ramos Mejía, era liberal y activo masón. El Laboratorio sería por mucho tiempo su lugar de trabajo hasta que renunció y regresó a Alemania en 1910 publicando allí un importante libro sobre el cerebro humano; también tradujo al alemán el estudio sobre la neurología de los mamíferos que había escrito junto a Clemente Onelli en el Jardín Zoológico. Sus libros generaron un impacto tan fuerte en el medio internacional que fue invitado a regresar para hacerse cargo de las cátedras de biología en las universidades de Buenos Aires y La Plata. Por entonces compuso su obra principal, la Folia Neurobiológica Argentina. Sus ideas continuaron en el mundo por decenios abriendo posibilidades extraordinarias a la ciencia moderna.

El Laboratorio de Investigación Anatomopatológica corresponde a la segunda etapa de su producción científica, la primera fue en el laboratorio del Hospital Borda donde fundó un centro neurobiológico que hoy persiste, parte de cuyo material histológico, también salvado, se encuentra en el Museo. La obra de Jakob, tras su renuncia en 1953, quedó en los sitios donde se produjo, pero para la década de 1970 el mundo había cambiado y era complejo sostener edificios que necesitaban un alto mantenimiento, en origen entendidos como cátedras, museos, laboratorios y morgues. El pabellón, construido en 1904, es un bloque en la típica arquitectura estatal de tipo monumental, poco funcional, impresionante a la vista, perfecto para dar la imagen de un lugar dedicado a la ciencia y a manipular cuerpos y cerebros. La solución arquitectónica era clara: la planta baja elevada en medio nivel tiene una gran sala de disecciones que es aula y auditorio, con graderías y muebles de época para guardar miles de preparados histológicos de cortes cerebrales y patéticos frascos cuadrados de vidrio para cerebros en formol. Había oficinas y la lógica morgue con camillas metálicas y piletas de formol, lo que aún sigue en uso, con tétricas historias de los tiempos de las dictaduras. El conjunto de lo existente en ese piso parece detenido en el tiempo, en especial por el busto de Jakob, que mira sin ver el paso del tiempo y de las gentes; el mármol le da el tono de sitio sagrado: “Aquí los muertos le hablan a los vivos” dice en latín una enorme placa que hoy ya nadie entiende. Una escalera interior baja al nivel semisubterráneo de los laboratorios, farmacia, biblioteca, fotografía y hornos para cremar cadáveres.

La parte inferior tenía numerosos ambientes ya que Jakob invitaba a expertos de otros países a colaborar en este centro mundialmente conocido. El problema que tenía el edificio era que el sistema de iluminación natural sólo servía mientras se lo mantenía: las ventanas estaban mitad debajo del nivel del piso externo, en una especie de caja que, si bien facilitaba la entrada de luz, también lo hacía con el agua de lluvia. Es cierto que en origen tenía un sistema de desagüe, pero se taponó y entró agua y tierra y gatos y gente y basura durante medio siglo. Eso es lo que pasó: comenzó a llenarse de agua que pudrió los muebles de madera, todo cayó al piso incluyendo bibliotecas y libros, estantes de fotografías de vidrio, cámaras fotográficas de fuelle, frascos para cerebros en formol, medicamentos… Y se fue formando una pasta abonada por ratas y gatos y detritos humanos. Jamás habíamos visto un estrato arqueológico de esas características, capaz no sólo de dar información del pasado sino también de sumir en la depresión a quien lo veía: un laboratorio hecho pasta consolidada, un sedimento con alturas de un metro.

Cuando un arqueólogo habla de un “sitio” y del “sedimento” que lo compone, uno tiende a imaginar un lugar abierto y un piso de tierra donde excavar. Aquí era un sótano con piso de cemento y el sedimento era lo que estaba arriba de ese nivel, no abajo, lo cual no sólo presentaba problemas técnicos sino también conceptuales: ¿existe una teoría o una metodología para este tipo de intervenciones? ¿La más osada aventura del pensamiento de quienes estudiaron las alteraciones de un sitio pasó por este tipo de casos? Creo que podemos afirmar que no. Estratigráficamente hablando el sedimento estaba sobre un piso sobre el que había desde una capa de tierra y vidrios con objetos recientes hasta pasta de papel, tierra, madera podrida, óxido de hierro, productos medicinales y farmacéuticos y sus envases, basura moderna (botellas, plástico, preservativos, gatos muertos, entre otras cosas), cientos de frascos llenos de suero; en algunos ambientes se había caído el revoque, agregando cal a la mezcla compactada en una masa casi sólida. Un aporte al caos fueron los frascos cuadrados de vidrio en que se colocaban cerebros u otros tejidos humanos que dejaron sus fragmentos —y su contenido- en el sedimento. Pensarlo es ya una aberración. En el laboratorio fotográfico, donde la maquinaria original estaba aún en pie, destruida por el óxido, con cámaras y trípodes. Al no haberse tocado nada, la madera se pudrió, se cayeron las cámaras de donde estaban y quedaron en el piso los fragmentos metálicos oxidados y los lentes en su posición original, dibujando con el polvo la forma de las cámaras.

La observación de los restos de las placas negativas de vidrio permitió ver dos conjuntos: fotografías de internas y cortes histológicos. La humedad hizo que la emulsión se pegara una con otra. Los frascos farmacéuticos aún contienen productos y al moverlos se producen olores nauseabundos, cuyo control de seguridad fue y será complejo.

El estado general del sitio es, para su arquitectura, malo; pero con una limpieza, arreglos generales de carpinterías, techos y muros el lugar no tendría grandes problemas. Se hizo limpieza y el retiro de escombro, recuperación de maderas de las carpinterías de puertas que habían sido desarmadas y listas para ser robadas, reparación de muebles y estanterías para rearmar parte de la vieja farmacia, la recuperación de 2500 frascos y botellas de vidrio, trescientos recipientes de lata y su instalación en ambientes al menos cerrados. Con los negativos de vidrio se logró extraer unos 4500 enteros, mientras que a cientos de miles de pequeños fragmentos que formaban parte del sedimento no fue posible protegerlos. El trabajo fue hecho con restauradoras y conservadoras, todas voluntarias, con serios riesgos para su salud, incluso siendo necesario dejar el lugar por varios días ante la rotura de frascos que despedían olores y humaredas no identificables. Se suponía que era un primer trabajo y que a la brevedad habría acciones de preservación sistemáticas, que jamás llegaron.

Entendemos que tras la rotura de los vidrios y el ingreso de agua se pudrieron las bibliotecas, que se cayeron mezclando libros y papeles con los frascos y su contenido, luego ingresó gente que pisoteó e hizo uso del lugar dejando botellas, comida y materia fecal; y los omnipresentes gatos muertos. La capa superior de frascos, jeringas y material de farmacia lo entendemos tanto como expresión del consumo de drogas como del saqueo con el afán de venderlos a anticuarios. La presencia de centenares de damajuanas de formol tampoco es simple abandono tras su uso, sino que seguramente fueron usadas como droga.

Si bien la interpretación de la excavación coincide y se hace coherente con su contexto, es significativo en términos de tratar de entender el proceso de destrucción de un legado científico y patrimonial de inmenso valor. En el acceso del Pabellón Jakob del Hospital Borda alguien escribió con enormes letras color verde: “Estamos todos locos”. Es la mejor conclusión posible ya que lo que sucedió con la memoria de Jakob, con la investigación científica y con un laboratorio de primer nivel, parece imposible. Pero aunque aceptemos lo absurdo de dejar abandonado decenios de trabajo de excepcional calidad científica y culpemos a las dictaduras, a la primacía de lo psicológico sobre otras explicaciones de los fenómenos mentales, al dinero o a lo que sea, nada explica completar la destrucción caminando por encima, y que después de rescatado todo quede abandonado.

Esto nos lleva al punto central: ¿cómo podemos hacer arqueología aséptica, científica, en la realidad social que nos ha tocado vivir?: quizás porque el excavar un sedimento formado por pasta de libros, cerebros humanos y negativos de vidrio no parece resultar otra cosa que el ya citado “Estamos todos locos”.

En síntesis, ambos casos, dos centros para tratar la salud mental, uno más antiguo, que lo hizo desde la biología y la medicina, el otro más moderno, desde la psicología social y el psicoanálisis, terminaron en parte destruidos, olvidados y desaparecidos. Lo que excavamos fue el resultado de medio siglo de Barbarie y nos preguntamos si la locura estaba afuera o adentro. La arqueología no da respuestas a los problemas sociales, pero quizás ayude a poner en evidencia algunas de sus expresiones materiales. Por eso la arqueología hoy no es sólo ser modernos en nuestro hacer o pensar, es romper los límites disciplinares y aventurarse en los derroteros de la memoria, de la identidad y del patrimonio. O al menos eso es lo que esta ciudad necesita desesperadamente de sus profesionales.

Bibliografía

Daniel Schávelzon, «¿Estamos todos locos? El patrimonio de los no locos: excavaciones y estudios en el Hospital Moyano en Buenos Aires», Etudos Iberoamericanos, vol. XXXII, no. 2, pps. 7-24, Porto Alegre, Brasil, 2006.

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