Jorge Hardoy y la preservación patrimonial

Artículo publicado en el libro «Medio ambiente y urbanización. Homenaje a Jorge Enrique Hardoy», año II, número 45, correspondiente a diciembre de 1993, pps. 96 a 102, editado IIED-AL.

Quizás no haya nada más difícil de escri­bir para quien está acostumbrado al mundo académico con su rigor, su metodología es­tricta y sus constantes referencias a otros textos, que cuando hay que hacerlo sobre una persona con la que existían lazos de respeto y afecto: de sus calidades, sus logros, los mil y un problemas que le surgieron a diario, sus avances y retrocesos ante las dificultades imposibles. Y peor aún cuando uno está involucrado en esa historia. Un escrito en memoria de lo que hizo Hardoy en diez años de dedicación a la preservación en el país difícilmente torne un carácter académico. sino muy personal: es como yo vi ese accio­nar, desde lejos y desde cerca.

Conocí a Jorge Enrique en forma absolu­tamente casual: un compañero de la facultad (estábamos en tercer año) me propuso dejar una clase aburrida para conocer a dos inves­tigadores «famosos». Se trataba de Hardoy y Yujnovsky, quienes estaban en ese entonces en el Centro de Estudios Urbanos y Regiona­les (CEUR – Instituto Di Tella) en un elegan­te petit-hotel de Belgrano. Mi interés estaba difusamente centrado en la historia de la arquitectura precolombina, tema que no te­nía lugar en el país, y el único libro que circulaba por ese entonces era el de Hardoy Ciudades precolombinas (1964). Así que con Héctor Karp nos fuimos hasta allí, enca­ramos a una secretaria a la que no supimos qué decirle, y un momento después nos reci­bían a ambos, es decir a mí, Hardoy y a Karp  Yujnovsky. Tal vez esto pueda mostrar una faceta de su forma de ser ya que pese a ser el director del centro y tener otras muchas actividades, se tomaba el tiempo necesario para conversar con un estudiante desconocido.

Nunca olvidé esa primer charla: habla­mos de lo que yo había leído del tema y de mi preocupación por la preservación de esa ar­quitectura. Debo decir que lo primero le interesó, y con toda naturalidad me indicó que tomara nota de «algunas lecturas» que me recomendaba que hiciera para mi próxima visita. Allí fueron: los 500 tomos de la Carnegie Institution, las Memorias del Peabody Museum, las publicaciones del Middle American Research Institute de Tulane, las del Proyecto Tikal de la Univer­sidad de Pensylvannia, los mamotretos de Ignacio Marquina, todos los libros sobre Chichén Itzá de la década del ’20, la revista American Antiquity completa, y si me queda­ba tiempo también los cientos de libros edi­tados por el Instituto de Antropología de México. Además, si me quedaba tiempo, que tomara apuntes y anotara las dudas. La fecha que establecimos fue para veinte días más tarde.

La verdad es que en ese momento no entendí si era una forma sutil de despedirme o si era una prueba. El desafío no cayó en oídos sordos y me enclaustré todas las tardes en la biblioteca del Museo Etnográfico a leer todo lo que había en sus estantes. Por supues­to nunca leí todo; es más, hay muchos que aún no he leído, pero me di el gusto de volver y mostrarle que, aunque de vista, había revi­sado todo. A partir de allí comencé a verlo más seguido, a molestarlo los domingos a la mañana en su casa, donde me prestaba libros, artículos que le llegaban del mundo entero, y me daba ideas, muchas ideas. La relación se mantuvo con los años y no tiene sentido entrar en detalles. Continuó cuando ambos vivíamos en el exterior y coincidíamos en algún viaje. La imagen grabada es la de su hiperactividad, cartas a todos lados, el cono­cer a todos los investigadores de prestigio en todas partes, participar de cuanta reunión hubiera no importando dónde ni cuando; era el movimiento como forma de vida. Y la exigencia, siempre la exigencia: cualquier cosa que le mostrara estaba floja, le faltaba algo; había que mejorarlo, eso no era sufi­cientemente bueno.

Pero los intereses de Jorge Enrique en esos años estaban lejos de la preservación y la restauración. Su carrera se hizo cerca de la temática urbana y cuando se acercaba a la historia era a través de sus dos obsesiones de siempre: la cartografía colonial y la arquitec­tura prehispánica, de la cual además de su tesis doctoral en Harvard, que en 1964 cobró la forma del libro ya citado, editó otro más pequeño titulado Urban Planning in Pre­columbian America (1968), tradujo su mo­numental obra al inglés (Precolumbian Cities, 1973) y últimamente estaba trabajando en una nueva edición. Pero la relación entre la ciudad, su historia y la preservación no llega­ría hasta terminar esa década. Fue una incor­poración más en ese proceso de constante fagocitación de nuevos temas del conoci­miento, de incorporación de problemáticas de gran complejidad que iba agregando y digiriendo a un ritmo que a todos nos parecía imposible.

En un viaje que hizo a México en el mes de marzo de 1981 nos reunimos en una mesa de un bar al sol, en el zócalo de Coyoacán, México, a cuadras de mi casa. Allí me contó del interés surgido en Inglaterra -estadía forzosa producto de la dramática situación por la que atravesaba Argentina-, por publicar una revista dedicada a la historia urbana. No era su primer aventura editorial, ni la única revista en la que colaboraba en forma siste­mática, ni la primera que fundaba, pero esta iba a ser diferente: se trataba de algo especí­fico que no existía en el país. Le propuse que reconsiderara el tema y que pensara en la posibilidad de transformar esa idea en un apoyo a otra revista ya existente, como una sección permanente que le ayude a sobrevi­vir en la difícil etapa que vivían los editores académicos del momento. Me preguntó en quién pensaba y le dije que en Ramón Gu­tiérrez y en Documentos de Arquitectura Nacional y Americana, cuyo carácter latinoamericano yo sabía que a Jorge Enrique le entusiasmaba. Las ideas de ambos se entrela­zaron y cada uno tomó mucho del otro, sin perder un ápice de sus identidades.

Creo que fue en 1979 cuando comenzó a pensar en las cuestiones patrimoniales en forma más sistemática. Aunque resulte anecdótico, Hardoy asumió en esa revista la dirección de una sección dedicada a la histo­ria urbana, junto con Diego Armus. A co­mienzos de 1983 publicó en el número 15 uno de los artículos que mayor placer le causó hacer y ver impreso: Las plazas colo­niales de América Latina firmado junto a su esposa. El tema tenía historia ya que Jorge Enrique había dibujado a mano, en una pe­queña libreta, docenas de plazas coloniales de todo el continente, tomadas en cada uno de sus viajes. Muchas veces me la había mostrado pero nunca se decidía a publicarla: fue como soltarse a hacer algo que había guardado con cariño durante mucho tiempo.

En el año 1980 el PNUD (UNESCO) contactó a Hardoy para formar parte de un grupo de expertos que habían de realizar una serie de estudio modelo sobre los centros históricos de América Latina que sirvieran como casos claves por su problemática, por la metodología de análisis y por las propues­tas que se harían. Era un tema en el que Sylvio Mutal estaba trabajando desde hacía tiempo, y a su alrededor se había formado un grupo importante de investigadores, se hacía re­uniones y eventos en varios países. La entra­da de Hardoy en el proyecto produjo una inflexión crítica en el tema. En ese trabajo, publicado con Mario do Santos y titulado Impacto de la urbanización en los centros históricos latinoamericanos (PNUD-UNES­CO, Lima, 1983). Poco más tarde saldrían los volúmenes correspondientes a Cuzco y Quito. De esta forma se inició una nueva etapa del pensamiento patrimonial en la re­gión.

Ahora es posible notar, al releer esos trabajos de sus primeros años en el tema, que había una continuidad con su trabajo ante­rior. En realidad el conocimiento que Jorge Enrique tenía de los centros históricos no era nuevo: quedó claro en el artículo escrito con Carmen Aranovich (Boletín del Centro de Investigaciones Históricas y Estéticas, Ca­racas, 1969) titulado «Urbanización en Amé­rica entre 1580 y 1630». En cierta forma el manejo enciclopédico de información sobre la ciudad histórica tenía ahora una función diferente, que era otra forma de preservar la calidad de esos centros urbanos. Cuando diez años más tarde publiqué en esa misma revista un trabajo titulado «La urbanización en América prehispánica» (editado en 1979) yo pensaba que no era más que la continuidad del de Jorge Enrique.

Rápidamente se cruzó la tradición del análisis de la corriente preservacionista, muchas veces anclada en la historia de la arquitectura, en la tradición de la valoración estética y la restauración de la arquitectura paradigmática, con la visión de los urbanis­tas. Las preocupaciones de Hardoy, que nada tenían del pensamiento urbano clásico, intro­ducían nuevas líneas de análisis: la preserva­ción se preocupaba por la calidad de vida, la salud de los sectores de bajos recursos, en aumentar el promedio de durabilidad de la arquitectura: había que estudiar las cuestio­nes demográficas, económicas, de infraes­tructura de servicios, de acceso a bienes e ingresos y tantos otros parámetros. El centro histórico superaba la arquitectura y la restau­ración de monumentos históricos para trans­formarse en la preservación de centros completos, mejorando la calidad de vida de sus habitantes. La tenencia de la tierra, la especu­lación con el suelo urbano, los regímenes de propiedad, lo legal y lo ilegal estaban presen­tes. Y si era necesario profundizar en las reformas necesarias a esos temas, la reforma agraria y la urbana entraban en el ruedo, como antes ya lo había hecho en su libro sobre Cuba. Y pese a que ese libro llamado Reforma urbana en Cuba revolucionaria (Caracas, 1971) escrito con Maruja Acosta, fue editado después en Estados Unidos (Yale, 1973), en Argentina se los usó para mostrar una imagen de «subversivo», algo así como un delincuente del pensamiento. Hardoy es­taba a una distancia sideral de muchos de los supuestos grandes teóricos del país que no podían, y nunca pudieron, aceptar el cambio que estas posturas significaban.

Hardoy tuvo el coraje de regresar al país pese a todas las posibilidades que tenía en el exterior, en particular en Inglaterra, donde vivía con su familia. Su vuelta significó re­agrupar gente, reestructurar su forma de tra­bajar, retomar hilos, abrir nuevas alternati­vas y fundamentalmente comprometerse con la búsqueda del regreso a la democracia. Si una idea tenía fija era que sólo habrían pen­samiento científico si había libertad. Pero también tenía conciencia que la democracia por sí sola no garantizaba más que a sí misma: había que actualizar la investigación, llevarla a los nuevos niveles que tenía en el mundo moderno. Su militancia en la demo­cracia fue constante, peleando por romper ataduras mentales, por reflexionar con serie­dad, al mayor nivel posible, sobre la realidad. La apertura del IIED-AL (Instituto Interna­cional de Medio Ambiente y Desarrollo, IIED- América Latina), le posibilitó hacerlo, lentamente, hasta lograr estructurar un cen­tro que equiparando al viejo CEUR, se trans­formara en el generador de investigación y en uno de los fabricantes de investigadores más importante del país en el tema. Una genera­ción entera salió de ese edificio de la esquina de Pueyrredón y Corrientes, en el viejo y antes elegante de los «setenta balcones y ninguna flor» al que le cantara Baldomero Fer­nández Moreno. Y para apoyar todas las formas del pensamiento moderno se integró al CONICET donde participó en los más altos niveles de decisión. De esa forma entre el IIED y el CONICET articuló apoyos con­cretos a las acciones de formación de nuevos cuadros de especialistas en la preservación patrimonial.

En 1984, pocos días después de llegar yo mismo al país (en México, Hardoy me alen­taba a que lo hiciera), fue designado presi­dente de la Comisión Nacional de Museos, Monumentos y Lugares Históricos. El nom­bramiento fue impactante aunque tuvo el rechazo público de algunos de los anteriores miembros: tres de ellos -todos militares- pu­blicaron cartas en los diarios señalando que era un «desconocido» o algo parecido. Llega­ba cargado con toda clase de epítetos por quienes no supieron cuidar el patrimonio que debían proteger, y debemos tener en claro que por ese entonces lo protegido era muchos menos de lo que después llegó a ser. Pero por otra parte era el reconocimiento merecido a su trayectoria, y la puerta abierta para cons­truir una nueva visión de la preservación patrimonial; un desafío y un honor. Para otros la Comisión había sido sólo un lugar de honor, y para eso se la usaba; ahora era un nuevo centro de trabajo, investigación, de responsabilidad con la sociedad y la demo­cracia.

La actividad de Hardoy en la Comisión difícilmente pueda separarse totalmente del grupo que él mismo formó al convocar una verdadera comisión de notables, con quienes trabajar al unísono: José María Peña, Ramón Gutiérrez, Rodolfo Gallardo, Alberto Nicolini, Federico Ortiz, Ana María Lorandi y muchos otros quienes luego se fueron inte­grando con los años. El Estado Nacional nunca había visto integrarse un conjunto de esa envergadura en la temática patrimonial. Los dos primeros cambios introducidos fue­ron, por una parte, la conformación federal del grupo, es decir con vocales que representaran a todo el país y no simplemente a Buenos Aires como era habitual. Más tarde se designaron dos delegados por cada pro­vincia pero con un perfil nuevo y particular, organizando un sistema ágil de comunica­ción. Esos dos cambios de por sí significaron un avance importante ya que no se trataba de buscar solamente a los historiadores más representativos en cada lugar, sino a exper­tos activos con capacidad de movilidad y gestión. El otro avance se hizo en la reinterpretación del concepto mismo de mo­numento histórico. Como si fuera poco inició una larga y difícil lucha por la Escuela de Museografía, siempre olvidada.

Esto significaba dejar de lado la visión clásica de los grandes edificios paradigmáti­cos, iglesias y casas de «héroes», para incor­porar la arquitectura educacional, cultural, productiva, social, la vivienda, incluyendo los hospicios y fábricas. La lista preexistente incluía una larga serie de lugares y construc­ciones con énfasis en lo religioso y lo militar, parte de una tradición glorificadora de los grupos sociales que detentaron el poder en el país, relegando lo demás. En forma rápida se incluyeron teatros, escuelas, universidades y un variado repertorio que realmente repre­sentara al país como conjunto. El otro aspec­to que encaró fue olvidar al edificio aislado para integrarlo a sus conjuntos de pertenen­cia. Los grupos religiosos sólo tenían decla­radas las iglesias olvidando los conventos, los claustros, los refectorios, los cementerios y todos sus anexos; esto causó la destrucción o venta de importantes conjuntos coloniales. Era necesario incluir el conjunto del cual formaban parte y entenderlo como una uni­dad histórica, indivisible. También se fue ampliando el concepto hasta integrar el con­texto urbano o natural del que formaba parte. Buen ejemplo que él citaba a diario era la misión jesuítica de San Ignacio. La declara­ toria original había sido pensada para todas las misiones, pero con los años solo se intervino en San Ignacio, quedando los edificios envueltos por casas y construcciones moder­nas, perdiéndose la selva y su naturaleza, desvirtuando la lectura por la estrechez de concepción de lo que significa un monumen­to. Por otra parte las demás misiones habían sido olvidadas perdiéndolas en la selva. Aho­ra se entendía que las delimitaciones debían ser amplias, generosas, y que todas las misio­nes debían integrarse a un gran proyecto de preservación. Con los años logró establecer­lo y ello fue uno de sus grandes logros.

Otro aspecto que fue revisado era el de los sitios arqueológicos: en los primeros años de fundada la Comisión habían sido declara­dos como monumentos históricos dos sitios del noroeste, pero nada se había hecho por ellos. Se llevaron a cabo estudios técnicos y se declaró un conjunto de ellos que era signi­ficativo, variado y representativo, no desta­cando únicamente la monumentalidad o la arquitectura sino el conjunto completo: Tilcara, Quilmes, Payogasta y otros entraron en la categoría monumental que les corres­pondían por obvias razones. En los últimos años se realizaron proyectos, reuniones técnicas, asesorías y toda una actividad impor­tante en el tema. Lo mismo sucedió con la arquitectura y los sitios destinados a la pro­ducción agrícola o industrial, de importancia en el desarrollo de las comunidades.

Los pueblos, barrios y centros históricos también conformaron un nuevo logro: lle­vando hasta el límite las posibilidades de una lectura moderna de lo patrimonial, la Comi­sión comenzó a estudiar y luego a declarar como monumentos o lugares históricos a calles, avenidas, plazas, sectores urbanos, manzanas enteras o grupos de edificios que conformaban conjuntos de grandes dimen­siones. Ahora se estaba trabajando con los dos primeros poblados completos con el apoyo de sus comunidades. Lo religioso también fue repensado al entender que debían tener cabida otras religiones además de la mayori­taria, al igual que las expresiones populares de las creencias existentes. Por ejemplo Lu­ján no era sólo un iglesia sino todo un com­plejo de escala urbana con actividades cere­moniales, y que conforma una unidad de alta significación para la población. Las estacio­nes de ferrocarril, como el caso de Constitu­ción o Retiro, eran representativas para po­blación de todo el país, no sólo por sus dimensiones o por quién las había inaugura­do, como pensaban comisiones anteriores, sino porque a través de ellas se produjo el fenómeno de las migraciones -y las emigra­ciones- de tanta importancia en el pasado y el presente.

Paralelamente a todos estos cambios en la forma de pensar la historia cultural del país, trataba de lograr una visión federal e igualitaria para todas las provincias, balan­ceando las declaratorias con políticas ade­cuadas. Eso significaba estudiar en cada re­gión los posibles monumentos a ser tomados en cuenta, con toda la actividad que esto implicaba. También fue necesario promover reuniones, congresos y cursos, seminarios y visitas de expertos; e incluso se organizó un curso internacional de alto nivel. Se aprove­chaban los congresos de instituciones ami­gas para fomentar la presencia de los delega­dos, de reunirlos regionalmente según los casos escasos recursos disponibles. También para la difusión de estas actividades se esta­bleció una gaceta periódica que reseña las acciones y se distribuye gratuitamente. Y pensó y estableció una fundación patrimo­nial para apoyar con recursos económicos a las Comisión.

La apertura que significó la presencia de Hardoy a nuevas ideas, permitió la excavación arqueológica de los patios del Cabildo, des­cubriendo túneles y construcciones subterrá- neas en el edificio mismo en que se estaba trabajando. Siempre recordaba que una co­misión anterior había autorizado la destruc­ción de buena parte de ellos en 1960. Y la arqueología urbana tuvo también un lugar llevándose a cabo varios trabajos en monu­mentos y en lugares históricos del país. Y así como el pasado no tenía límites temporales, el presente fue incluido con obras como la Casa Curuchet en La Plata, construida por Le Corbusier. Temas tan poco habituales como las pinturas rupestres y los parques naturales y culturales no quedaron fuera de esta cons­tante búsqueda de las expresiones significa­tivas de las comunidades.

Pero la crisis habitual de la Nación hacía difícil las intervenciones concretas para res­taurar el patrimonio bajo la tutela de la Comi­sión, lo que vino a sumarse a una vieja idea de Hardoy: las acciones municipales y pro­vinciales eran las que realmente salvarían la mayor parte de él. Se inició así una constante búsqueda de acuerdos, convenios, apoyos y asesorías a las comunidades en forma direc­ta, la organización de trabajos conjuntos interinstitucionales, desde las Misiones Jesuíticas a la Sala de Profundis de Córdoba, e incluso fueron incluidos organismos y go­biernos internacionales. Sus talleres-escuela artesanales en las Misiones redundó en vol­ver a darles un uso no destructivo que facili­taría su restauración y mantenimiento. Las Galerías Pacífico -uno de sus grandes dolo­res de cabeza- se reciclaron a través de un convenio con la iniciativa privada: y también se buscó este tipo de acuerdos con las univer­sidades, bancos, grupos de vecinos, socieda­des de amigos. y todo grupo social que pudie­ra colaborar en esos emprendimientos.

Por supuesto todo esto no era sencillo, ni mucho menos. La lucha estaba planteada en dos frentes: la destrucción y deterioro por un lado y la falta de recursos y la burocracia por el otro. Los cambios constantes de funcionaríos públicos lo agotaban; la desidia, las luchas internas en los organismos públicos, la falta de visión sobre la importancia de los monumentos, y más que nada le dolía cuando una de estas obras era demolida pese a los esfuerzos que se hacían para protegerlas. El caso que más lo trastornó fue el del Teatro Odeón, que pese al escándalo que se produjo ante su incierto futuro, terminó en una mon­taña de escombros ante sus ojos. Mucho de su tiempo y buena parte de sus esfuerzos se concentraron en impedir que la Comisión quedara subsumida en otros organismos del Estado, como más de una vez se intentó hacer.

Jorge Enrique continuaba trabajando afuera de la Comisión en sus investigaciones, en el IIED-AL, en sus asesoramientos y co­laboraciones internacionales. Sus libros se seguían editando y en los años que dirigió la Comisión se publicaron ocho libros y un centenar de artículos, incluida su Cartogra­fía… ya citada (1991), el de los Centros Históricos de América Latina (1992) y otro sobre Buenos Aires (1992) con colaborado­res como David Satterthwaite y Margarita Gutman. Asimismo editó cuatro tomos de antologías de investigaciones urbanas. No eran todos trabajos específicos sobre preservación, pero ahora el tema, en su visión más amplia de preservar formas de vida, de ac­tuar, de relacionarse, de convivir, de mejorar calidades en los espacios físicos que envuel­ven la cotidianeidad y la hacen posible, esta­ba latente. Era como una estructura de base que cruzaba a veces en forma inconsciente entretejiendo todo su trabajo.

El repentino fallecimiento de Hardoy sig­nificó un golpe fuerte al pensamiento patri­monial latinoamericano. Pero a los que nos formamos a su lado, nos queda no sólo su ejemplo sino también un conjunto de ideas para seguir trabajando sobre ellas. En mi caso, si lo personal tiene algún valor en estos casos, tengo la frase que me repitió por años: para ser un investigador es necesario no perder jamás la capacidad de asombro.

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