Lo que nunca vimos: reusos de objetos cerámicos históricos

Trabajo presentado en el Simposio Internacional Arqueología, Patrimonio y Actualidad, Museo Antropológico de Río Grande do Sul, Porto Alegre, 3 de junio 2003 y publicado en Estudios de Arqueología histórica: investigaciones argentinas pluridisciplinarias, pp. 137-146, Museo de la Ciudad de Río Grande, 2006.

Un interesante caso de reuso de materiales históricos, comprobado por un arqueólogo de inicios del siglo XX en un caso netamente etnológico, se produjo en la austral isla de Tierra del Fuego y con una historia trágica: la captura policial del cacique Ona llamado Capelo, quien según la versión oficial se habría refugiado en una zona marginal de bosques con un grupo de indígenas donde le dieron muerte a un marinero; luego se dirigieron hacia el cabo San Pablo donde atacaron a seis hombres dándole muerte a cinco de ellos y luego siguieron hacia Harberton para trabajar allí; la policía los encontró y tras matar a Capelo capturaron al “resto de la banda” (Outes 1906). Entre los muy pocos objetos que tenían había una bolsa de cuero de llama propiedad de Capelo, en la cual encontraron un raspador “muy curioso” hecho con un vidrio de botella enmangado; los otros instrumentos eran de hierro. Pero no nos llame la atención este reuso de un vidrio de botella ya que en condiciones de extrema necesidad también los blancos acudían a lo mismo: el náufrago Isaac Morris en 1741 escribía que con un mosquete hizo un hacha: “le achatamos la mitad del caño a golpes de piedra y le afilamos un lado contra una roca” (1956:40). Los indígenas en Uruguay hacían flechas con flejes de los barriles de hierro en el siglo XIX (Becker 1984:137), los omóplatos de vaca eran usados de azadas tal como contó el viajero Azara y las cabezas de vaca servían para hacer paredes de tres metros de alto en lugar de ladrillos (Hudson 1947:288).

A partir de esa primera referencia a Capelo y a otra de Ales Hardlicka de 1912 para los Tehuelches de la pampa argentina, el reuso del vidrio parecería ser cada vez más habitual de los estudios arqueológicos; ya su hallazgo no nos asombra para nada habiéndse convertido en un material más de la arqueología histórica. Obviamente se discute la función, la atribución social o étnica y tantas otras cosas, pero no nos parece raro que incluso entrado el siglo XX este tipo de objetos haya seguido en uso. Y una observación cuidadosa de ciertas formas de trabajo actual (despintar puertas y ventanas, por ejemplo) nos mostrará que aún se siguen usando fragmentos de vidrios para diferentes trabajos.

Este trabajo se va a centrar por lo tanto en otro aspecto conexo con el citado: el resudo de lozas, ya que nunca hemos visto una referencia a este tema (o a cerámicas de cualquier tipo) más allá de las fichas de juego que hemos discutido en otras publicaciones (Schávelzon 1997).

Alteraciones y retoques en lozas históricas

En la arqueología histórica (y en la prehistórica también), desde hace muchos años se ha polemizado acerca del tratamiento de los objetos que se excavan y/o encuentran en cuanto a si considerarlos tal como están en su contexto, es decir como unidades en sí mismas, o como “fragmentos” de cosas mayores de las cuales formaron parte. En decir ¿son lo que son porque fueron otra cosa?, ¿son representantes porcentuales de lo que fueron?, ¿existen por sí mismos y por lo tanto la información es independiente de su origen? Hay docenas de preguntas en este campo y docenas de respuestas; pero en nuestro medio se ha tendido a trabajar con las siguientes ideas:

1) Tratando a los fragmentos en sí mismos (cuantificarlos, clasificarlos, fecharlos, etc)

2) Estudiarlos en función de los objetos a que pertenecieron (sopera, taza, bacinilla, plato, etc)

3) Establecer categorías mayores a las que se adscriben por su uso en su estado inicial (doméstico, personal, medicina, etc) o contextual (área de cocina, sótano de depósito)

4) Ocasionalmente se han visto alteraciones de los fragmentos con independencia de su objeto original atribuyéndoles una función (fichas de juego) pero estudiando el fragmento y no la pieza de origen

5) Se ha interpretado al objeto en función de un posicionamiento contextual no habitual (tinajas usadas para alivianar el peso de techos, lozas usadas para engrosar revoques, en contrapisos o rellenos de nivelación)

Pero en las excavaciones se han hallado multiplicidad de fragmentos que en sí mismos no presentan mayores evidencias de reuso, retoque o modificación alguna –es decir, son simples y reales “fragmentos”-, pero que al ser restaurada (“remontada”) la pieza de la cual formaron parte, surgen obvias alteraciones al objeto original. Esto no ha sido tomado en consideración en la bibliografía que conocemos en todo el continente. Lo único que existe es la ubicación en contextos diferentes a los esperados, por ejemplo usar tinajas –o fragmentos rotos pero de gran tamaño- para alivianar el peso de los techos o los entrepisos (Lister y Lister 1981). Lo que tenemos presente –ya lo dijimos- es que sí hay casos trabajados sobre reuso de fragmentos como el caso de las fichas de juego; pero lo alterado es el fragmento y parecería que lo que se observa es sólo eso.

Aquí lo que queremos plantear es el caso inverso: la suma de los fragmentos permite reconstruir un objeto que es él el que ha sido alterado. Sigamos con los ejemplos: una sopera que ha ido a la basura después de romperse puede presentar, y presenta muchas veces, una modificación donde se alojaba el cucharón. Si vemos las tapas de las soperas en fragmentos puede no observarse nada peculiar en este aspecto, ya que al unirlos, como siempre, hay faltantes, y si hay una rotura en un borde el faltante sólo parecería que es sólo otro más; pero una observación formal-funcional detallada nos permite ver que era habitual que se cascaran en el sitio del cucharón (adrede o por efecto del uso), porque absurdamente las tapas de soperas casi nunca fueron adecuadas para usarlas de esa manera. Es muy raro encontrar fabricantes ingleses de loza a los que se les haya ocurrido hacerlas con un lugar para llevarlas a la mesa con el cucharón dentro; hubo sí platos para apoyarlo cuando chorreaba, pero no la posibilidad de dejarlo dentro. Por lo tanto muchas familias terminaron adaptando el objeto a su necesidad. Es decir, le hicieron (o se fue haciendo solo por desgaste y golpeteo) el agujero para el cucharón.

¿Hubiese sido factible observar esto sin la pieza bien restaurada? Este tipo de discusión va muy lejos ya que toca aspectos de la fabricación y diseño en los países de origen, las pautas de consumo, significación social y reciclado; además de la restauración de objetos, sus límites y funciones.

Sigamos viendo ejemplos: un plato hondo se rompe en un borde, lo que era común en la loza cuando se levantaba un plato lleno y pesado con una sola mano; la rotura, generalmente curva, si se la profundiza, queda el plato transformado en una sencilla bacía para afeitarse; cambia de función y sigue sirviendo por mucho tiempo más. Si tenemos un plato playo y se nos rompe el borde nada mejor que cortarle todo el borde con una sierra dejando el círculo interno o base, el que era usado para colocar entre el fuego y la olla o pava, evitando el tiznado y transformando el calor en indirecto.

Otros casos son más complejos: una jarra que rompe su pico puede ser recortada en forma de V, para que pueda seguir funcionando sin perder demasiado la estética; una bacinica a la que se le rompe un fragmento del borde, se la puede recortar con esa misma forma en todo el perímetro con lo que queda relativamente bien presentada disimulando la rotura; esto mismo lo vemos en tapas de sopera y algunas pocas fuentes. En estos casos el patrón habitual de rotura ayuda a las acciones para disimular el problema. Una palangana que hemos excavado, al ser restaurada mostró muchos faltantes, pero llamó la atención que presentaba un agujero circular exactamente en el centro de su base que no hay duda que fue hecha adrede por la forma en que sus bordes presentan las marcas del retoque de arriba hacia abajo. Lo más lógico de suponer es que fue aprovechada como maceta, lo que sería lógico, pero el agujero es demasiado grande para eso. Si bien no es factible demostrar ninguna de estas hipótesis –fue hallada en un pozo de basura-, tiendo a pensar que haya sido usada de bacha de una simple pileta para lavarse las manos, uso coherente con su función original y para lo cual hace falta un agujero de desagote mucho mayor que para una maceta. Ese uso debió producir una rápida rotura de toda la palangana, ya que la loza no resiste esfuerzos de tracción sino sólo de compresión.

Por supuesto todo esto tiene estrecha relación con los contextos en que fuerob hallados los objetos, que es lo que nos puede hablar de quiénes las usaron y para qué lo hicieron. Pero este texto va a la identificación de este tipo de objetos y no su adscripción.

La experiencia acumulada en objetos “reciclados” de lozas y vidrios de la ciudad de Buenos Aires es amplia, pero en la loza la mayoría se trata de casos son fracasos: quien quiso hacer el corte para arreglar el objeto fracasó, terminó rompiendo o fisurando toda la pieza y arrojándola a la basura. Esto a su vez explica muchos faltantes que no evidencian haber sido rotos o cascados en origen, sino en operaciones secundarias. Resulta muy interesante ver que tenemos ejemplos de vajilla en la que se empezó a cortarla y la pieza se quebró y fue descartada totalmente. Para quien lo haya intentado, la loza, y poco menos la mayólica española, son en extremo complejas de cortar con una simple sierra; antiguamente no debía ser nada sencillo. Si bien por la textura parecería simple, las experiencias hechas indican que no sólo es difícil mantener la sierra en línea debido a la doble curvatura de las superficies alabeadas, sino que la más mínima fisura o incluso el craquelado normal producen que estalle o que se rompa siguiendo una línea irregular incontrolable.

En síntesis, lo que estamos recomendando no es sólo que los objetos sean bien restaurados, sino que se observen con cuidado los patrones de rotura y, más especialmente, los faltantes, porque algunas líneas de quiebre pueden ser en realidad rectas o curvas artificiales, resultado de estos intentos de arreglos.

El cambio de uso según textos históricos

Cuando se abrió el ataúd del gobernador Juan Manuel de Rosas antes de repatriarlo desde Inglaterra, se encontró un plato dentro; nadie atinó a explicar para que estaba allí salvo decir que era para agua bendita, aunque era un plato playo, poco adecuado para ese uso. En realidad era una vieja tradición inglesa ya casi en desuso en la mitad del siglo XIX cuando fue enterrado Rosas, que consistía en colocar un plato con sal dentro de la tumba; esto pasó a América en tiempos coloniales y se han excavado tumbas con este peculiar plato (Fremmer 1973).

En base a esta idea y a las líneas anteriores acerca de analizar objetos fuera de su contexto arqueológico para observar detalles que mostraban reusos a través de alteraciones en su forma, pasaremos a otra etapa aún más compleja: tratar de penetrar desde la documentación histórica a los múltiples usos que una cultura como la nuestra puede darle a un objeto. Para este análisis nos abstraeremos de cuál haya sido el objetivo inicial para el que fue producido un objeto ya que con el cambio de grupo étnico o social, o al pasar de un territorio a otro o con simples cambios temporales, por no hablar de la aparición de nuevas necesidades para las cuales no hay objetos específicos que puedan suplirlas, los mismos elementos cambian de función o de formas de uso. Cuando esto se produce en una cultura globalizada que recibe productos de otros continentes, desde pueblos lejanos en cultura y geografía, los resultados pueden ser asombrosos. Y por cultura globalizada no debemos entender al siglo XX sino al XVI, en la medida en que las culturas locales se integraron -por las buenas o por las malas- en una estructura de mercado transregional.

A este panorama podemos sumarle algunas tradiciones de la región que nunca cambiaron a lo largo de cinco siglos y ni siquiera lo han hecho ahora con todo el impacto tecnológico: los ladrillos se siguen fabricando actualmente casi de la misma manera que cuando Hernandarias hizo sus primeros hornos; y pese a que en el siglo XIX se instalaron grandes fábricas para hacer ladrillos con máquinas -los primeros intentos son de 1813-, para inicios del siglo XX todas habían fracasado, no obstante la obvia mejoría de calidad que representaban. Y aunque pueda parecer poco académico, hay que citar un excelente cuento de la picaresca criolla titulado Ladrillo de máquina, escrito por Payró en 1908, quien nos dejó una buena idea de los usos sociales de esos productos. En cambio las tejas, que se hacían en los mismos hornos y por los mismos fabricantes artesanales sí se producen hoy en día con máquinas; hay productos que cambian y otros no. Además, el polvo de ladrillo se sigue haciendo a partir de fabricar ladrillos para molerlos después, tal como en el siglo XVII.

Una salsera tiene el borde evertido y caído hacia abajo, forma ovalada, base de apoyo amplia y una manija para verter; en cambio una dulcera -para mermeladas- es circular pero también de base amplia, y sus bordes son volcados ligeramente hacia adentro, para poder limpiar el sobrante que queda en la cuchara antes de servir. Pero así como la mesa tiene objetos tan claramente definidos para responder a funciones concretas, los materiales de construcción son básicamente omnifuncionales. Un ladrillo era y es usado para paredes, para pisos, para cimientos, para techos, para cornisas, para revestimientos, para ser colocados verticales, oblicuos, horizontales, para hacer canteros o para romperlos y hacer pedacería para contrapisos…, son usados en albañales, pozos, esquinas rectas y curvas y hasta en caso de revolución pasan a ser proyectiles, como cuenta Mariquita Sánchez de Thompson que ocurrió en la iglesia de la Concepción a mediados del siglo XIX: «se subieron a la torre, sacaron los ladrillos y tiraron» (1952:351). Pero en eso de arrojar objetos contundentes, sin duda los platos de todo tipo han ocupado una posición de privilegio en las guerras maritales; sin embargo, es de destacar lo que escribió el prolífico Fray Mocho a fines del siglo XIX en uno de sus cuentos: «no me tires con la tapa de la tinaja» (1995:88), describiendo un uso no habitual para un objeto que sin duda debía ser incómodo para andar arrojándolo de un lado a otro.

Existen muchas formas de usar los recipientes de cerámica. La arqueología por lo general se ha centrado en la anticuada y prehistórica división entre vajilla y contenedores; y para analizar otros usos podemos comenzar con los ornamentales, tan importantes desde el siglo XVIII y sobre lo cual no hay bibliografía en español, sino sólo en Europa (Cocks 1989). Existen dos tipos de objetos usados con tal fin: los hechos para ello y los que fueron resemantizados localmente, no importando a los nuevos usuarios el para qué fueron hechos en origen. Los floreros son un ejemplo del primer caso, los juegos de porcelana del segundo: los retratos de la primera mitad del siglo XIX muestran tazas como objetos decorativos. Una situación intermedia es la de las fruteras o incluso soperas que pasaron a ser centros de mesa en casas locales. Eran símbolo de status porque tales objetos venían de ultramar -palabra típica de la época- y no importaba cargarlas de otros significados. He publicado referencias a textos que describen casas humildes en donde el porrón de gres, habitualmente con ginebra, servía como adorno que se ubicaba sobre la mesa familiar. Todavía a inicios del siglo XX las Tinajas de Jardín, fabricadas habitualmente en Francia para agua, eran aquí usadas como macetas para palmeras y helechos, o simplemente se las dejaba vacías en patios y jardines. Este fenómeno de concepción netamente barroca ha sido bien analizado en la bibliografía europea (Impey 1977).

Cerámicas para comer

Hay casos en esto de los estudios cerámicos de los que no sabemos mucho y que abren vías de investigación muy prometedoras: Natacha Seseña en sus textos ha mostrado la curiosa costumbre existente entre la nobleza española de comer cerámica, y el cuadro Las Meninas es el mejor ejemplo de lo dicho. En él, la Infanta recibe de manos de una sierva un cacharro de barro que, lleno de agua con flores por un tiempo, era luego roto y masticado (Seseña 1991). Este tema nos toca de cerca ya que en el país al menos tenemos en San Juan y Mendoza la cerámica proveniente de Talagante en Chile, fabricada por las monjas Clarisas, hechas precisamente para ser comidas. Se trataba de figuritas humanas de pasta muy delicada y extremadamente delgada, pintada de colores que servían a la vez de juguetes y comida; desaparecieron en 1857 al ser prohibidas por el gobierno chileno. Existe al menos una colección importante en el Museo de Ciencias Naturales de Mendoza, donde entraron por donación en 1911 (Clara Abal, com. personal 1999).

Otro ejemplo interesante es el solitario ceramista español que vivió en Alta Gracia entre 1734 y 1746 que encontró una “veta de arcilla finísima y de bello color y sabor” (Sánchez Labrador, en Furlong 1960: 21). Qué significa exactamente esta cita es difícil de saber, pero al menos abre las puertas para seguir indagando en el tema.

Otras alternativas de uso

En Buenos Aires, al igual que en cualquier otra parte, había a inicios del siglo XIX, cerámicas para todos los usos; el viajero Jules Huret cuenta que: «para que desapareciese el olor a moho que salía de las paredes y del suelo, el ama de casa quemaba perfumes en cazoletas. Cada una tenía el suyo, compuesto por ella y tenido en secreto: se componían de incienso, benjuí o alguna otra cosa aromática»  (1988-I:37). Cómo eran estas cazoletas, es imposible saberlo ahora.

Otro objeto quizás similar pero que no sabemos bien cómo pudo haber sido exactamente es el que describe Lucio V. Mansilla en sus memorias: «El 25 de Mayo y el 9 de Julio se ponían candilejas de barro cocido en el cordón de la azotea y en las ventanas y balcones. Estas eran alimentadas con grasa de potro y una mecha de trapo, tenían forma de una taza común» (1955). Estas, que las familias las tenían también de metal, eran comunes en cerámica burda y se usaban en gran cantidad en los contextos populares. El Cabildo en 1759 empleó 170 en una ocasión, y nuevamente en 1791 se usaron 600 para iluminar el edificio (Ensink 1990).

Y para terminar con estos objetos no identificados tenemos una narración de Alfredo Taullard, quien dijo: «Usábase para conservar el agua fresca, además de las tinajas, unos  jarrones que se bajaban al aljibe, sostenidos por una soga a fin de refrescarlos»  (1927:254).

Estos objetos de cerámica, loza o porcelana, podían también ser usados simplemente como materia prima: con sus fragmentos se hicieron las fichas para jugar a las damas y al chaquete en tableros, y más burdamente se las hizo también con tejas, para jugar en el piso (Schávelzon 1997). Simplemente se levantaba un fragmento roto -sin considerar su antigüedad- y en tanto fuera blanco o de color servía para redondearlo con un cuchillo. Las hay prácticamente en toda excavación amplia que se haya llevado a cabo. Los dos tamaños citados tienen un rango de 15 a 25 mm las más chicas y alrededor de los 6 cm las grandes. Se trata de una tradición panamericana y hay ejemplos similares en todo el continente, incluso en los Estados Unidos.  Creemos actualmente que las grandes son en realidad tapas de botijas de aceite de Sevilla y no fichas, aunque es difícil de demostrar.

Otro caso que estamos publicando es la interpretación de un conjunto de “fichas” hechas de una botija esañola de aceite de oliva, todas de diferentes tamaños y con los bordes no desgastados, que interpretamos como parte de los objetos del ceremonial adivinatorio Afro-porteño (Schávelzon 2003).

Un caso semejante es el de los torteros de hilar (volantes de huso) que están hechos también con fragmentos de platos rotos, que se redondeaban y perforaban en el centro. La colección de Santa Fe la Vieja es muy completa y nos indica que, al menos por lo que se ha visto hasta ahora, no había torteros especialmente hechos para esa función tan elemental.

Esta lista podría continuarse indefinidamente: hay desde lebrillos para dar de comer a las gallinas hasta para lavarse los pies: «mandame (…) aquella vasija de los pies, eso lo necesito mucho», pedía Mariquita Sánchez en 1845 (1952:114). Y en la iglesia de San Carlos en Maldonado, dos lebrillos del tipo Azul-verde sobre blanco sirven de pilas de agua bendita desde el siglo XVIII.

Las tejas de Cayastá, según los documentos publicados eran vendidas una y otra vez para ser reusadas (Calvo 1990) y en las excavaciones las vemos en todos los contextos imaginables, siendo parte integrante de desagües, albañales, cubriendo cañerías, entre los ladrillos para darle cuerpo a las juntas, sosteniendo revoques, o como parte de los contrapisos. En San Ignacio Miní se usaron los fragmentos para consolidar las bases de las columnas: «van echando entre sus junturas cascajos de teja, y alrededor de esas piedras tierra, hasta rellenar el hoyo»  (Nadal Mora 1955:57).

Las botijas eran habitualmente usadas, igual que en España, para alivianar las bóvedas de su gran peso, como en la iglesia de San Ignacio en Buenos Aires, o para alivianar contrapisos y terrados aquí y en toda América Hispánica (Lister y Lister 1981). En la iglesia de San Miguel en Buenos Aires durante las restauraciones hechas por Vicente Nadal Mora se hallaron azulejos españoles dentro de la cúpula; en San Carlos, en Maldonado (Uruguay), se colocaron pegados en el frente y la torre docenas de platos de loza Pearlware inglesa como parte de la decoración y a falta de azulejos, y lo mismo sucedió en la torre de la iglesia de Montevideo, en ambos casos al iniciarse el siglo XIX. En toda zona rural o incluso suburbana se usaron las botellas de gres para hacer canteros después que quedaron sin uso en la Primera Guerra Mundial y también se las compraba para molerlas para usarlas como pedregullo de caminos -hasta 1930- allí donde faltaba la piedra. He excavado contrapisos enteros hechos con botellas de cerveza.

Para terminar podemos recordar una antigua tradición, la de romper platos y vasos después de una opípara comida, lo que era símbolo de inigualable status y riqueza. En el banquete ofrecido a los vencedores de la batalla de Chacabuco, en 1817, el General San Martín preguntó precisamente eso antes de romper su copa, después de un brindis, y su anfitrión Solar le respondió: «esa copa y cuanto había en la mesa estaba puesto allí para romperse»  (Pérez Rosales 1986:258). Pero no era ésta la única oportunidad de romper vajilla: en una biografía de mediados del siglo XX encontramos una situación interesante para la arqueología: «El estúpido del marido (de la enferma), dentro de su ignorancia, temía que (la enfermedad) fuera algo contagioso y por eso rompió todo: platos, vasos, tazas. También quemó las ropas»  (Morales 1994:91).

El Museo Mitre y sus cerámicas

Hasta aquí, los textos parecieran estar muy lejos de los hallazgos materiales, pero quiero simplemente citar un ejemplo importante para Buenos Aires, pero que su poca difusión lo hace desconocido. Cuando se excavó el Museo Mitre en el año 2000 bajo la dirección de Zunilda Quatrín se hallaron fragmentos de azulejos, tejas, ladrillos y cerámicas diversas como en cualquier relleno bajo piso (Quatrín 2000). Resultó que, al estudiarse los documentos antiguos se encontró que allí había fallecido en 1797 el Dr. Paz y Echeverría de “calentura maligna”; el Dr. Ogorman a cargo del protomedicato, decidió hacer una limpieza y desinfección general de la casa que hoy resulta impresionante: en la habitación se picaron las paredes y pisos y se llevaron los escombros a un sitio donde fueron desinfectados y sepultados, se desmontaron las paredes cuyos “ladrillos enteros y medios pueden servir para cercos o paredes expuestas al aire. Dicho esto se tomarán cuatro onzas de azufre en polvo, dos idem de pólvora molida y algo mojada, una dicha de incienso y otra de almásiga, que se mezclarán y dividirán en tres partes iguales: idem en salvia, romero, ruda, d cada cosa de ésta, oreada o seca, se harán tres partes iguales, como también de alucema y flor de manzanilla. Se colocará en la dicha vivienda un brasero grande vacío, de expresadas y sobre la parte correspondiente de los polvos ya recetados. Hecha esta diligencia se tendrá prevenida una bala grande de hierro puesta al fuego del carbón del brasero” lo que se colocará por tres días seguidos en el interior de la vivienda totalmente cerrada. Luego de ventilar por una semana “se revocarán las paredes y techos blanqueándolos con cal viva y se enlozará el patio”, se cepillarán las maderas lo que será pintado con tres manos de pintura y “echándose al fuego las llaves y herraduras (“herrajes”) y todo lo que fuese hierro, practicándose esta diligencia con asistencia del presente escribano” (Quartrín 2000:8-9).

Quizás por primera vez, el tan habitual escombro, pasa a tener más sentido que ser sólo el producto de una demolición.

Nota

* La palabra “restaurar” tiene su significado clásico en el campo patrimonial, muy alejado e incluso contrapuesto al de “reconstruir” o “rehacer”.

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