La restauración de la Arquitectura Prehispánica en la Argentina: notas para su historia

Artículo publicado en la revista Runa, Archivo para las Ciencias del Hombre, número XIX, correspondiente a los años 1989 y 1990, pps. 83-93, ISSN 0325-1217, Instituto de Ciencias Antropológicas, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires.

La falta de una política acerca de la restauración de los sitios arqueo­lógicos nacionales es un tema que se ha puesto en evidencia en los últimos años, y los intentos por hacer algo al respecto pueden verse en los planteos realizados durante los últimos Congresos Nacionales de Arqueología y en especial en las conclusiones de las Jornadas de Política Científica para la Planificación de la Arqueología Argentina (Cerutti, 1987). Es evidente que las causas que han motivado que nuestro país sea casi el único del continente que no ha podido establecer una política para la preservación del patrimonio prehispánico, son un tema complejo para discutir aquí. Pero como primer paso vale la pena desarrollar una sucinta historia de lo que se ha hecho, y de cómo se lo ha realizado, y comparar esto con el marco general de la restauración en América Latina.

En el continente, ya que saltarnos a Europa significaría una extrapo­lación sin sentido, la conservación del patrimonio arqueológico nació hace ya más de 200 años, posiblemente hacia 1780, y las obras específicas de restauración de edificios y protección de zonas hace un siglo atrás; los tra­bajos en Honduras y México en las últimas décadas del siglo pasado son los ejemplos más conocidos (Schávelzon 1981 y 1984). A partir de allí, el estado nacional se hizo cargo de la preservación, iniciando México esta co­rriente. La legislación proteccionista estricta —por lo menos para la época—, se inició entre 1880 y 1890 en varios países en forma simultánea. Poco a poco todos y cada uno de los países del área han restaurado y protegido sitios arqueológicos: de mejor o peor manera, de acuerdo con sus posibilidades o con las de las instituciones nacionales o internacionales que lo hicieron y, en especial, acorde a las teorías en boga en cada momento sobre lo que era o lo que no era restaurar y proteger.

Tilcara en 1910: vista de los primeros trabajos de restauración del país.

El mismo sector tras haber sido reconstruido por Eduardo Casanova en 1951, sin bases científicas.

Nuestro país no estuvo a principios de siglo al margen de este proceso; muy por el contrario, los trabajos de restauración, injustamente olvidados, se iniciaron en 1908 incluso antes de que se promulgara la Ley 9080 de 1913. Pero a partir de allí las cosas fueron de mal en peor, y ejemplo de ello es que la reglamentación para que aquella vieja ley entrara en vigencia solo fue aprobada en 1931. En 1938 se creó la Comisión Nacional de Museos, Monu­mentos y Sitios Históricos, de larga e ímproba trayectoria en el país. Pero tras el impulso inicial que logró que se declararan las ruinas de Tolombón e Incahuasi como Monumentos Nacionales, nada más se hizo, por lo menos hasta 1984. Y, absurdamente, ninguno de los dos sitios fue restaurado, excep­ción hecha de una pequeña construcción en el segundo de los nombrados. Por supuesto que en el ínterin las experiencias de Juan Ambrosetti y Salva­dor Debenedetti de 1908-10 se habían olvidado —las que habían hecho en Tilcara—, y solo se volvería a restaurar un sitio en la década de 1940. En los últimos treinta años solo se restauró un conjunto importante, esta vez Quil­mes en 1978-80. Actualmente se está proyectando el primer trabajo de índole científica de nuestro territorio, en Potrero de Payogasta, quizá síntoma del cambio necesario.

Pero volviendo hacia atrás, podemos ver cómo alrededor del tema res­tauración existen problemas de fondo: su expresión la evidencia el hecho de que entre los especialistas en la arqueología se utilizan en forma indife­rente términos tan distintos y hasta contrapuestos como reconstrucción, con­servación, restauración, anastilosis y otros. ¿Acaso existen para un restaurador dos palabras cuyo sentido esté más enfrentado que anastilosis y reconstruc­ción?, olvidando incluso que la ya trillada Carta de Venecia (1964) que re­gula la restauración internacional desde hace más de veinte años dice que «todo trabajo de reconstrucción queda vedado a priori; tan solo la anastilosis, o sea la recomposición de las partes existentes pero desmembradas, puede tenerse en cuenta» (Carta de Venecia 1964). Es notable que debido a la falta de profesionales en la restauración arqueológica se asumen posturas o se cometen errores de buena voluntad, que ya no son aceptables. La restau­ración arqueológica es en los países latinoamericanos una especialidad pro­pia, bastante autónoma por cierto, de tipo interdisciplinario, y que tiene ya niveles de grado y posgrado propios. No hace falta decir que en nuestro medio aún no existe. Y las personas que la han estudiado en el exterior y regresado al país desde 1984, no son arqueólogos sino restauradores de sitios arqueológicos, lo cual ha producido un sinnúmero de conflictos que, lamen­tablemente, solo dañan al patrimonio nacional.

La restauración de Tilcara entre 1908 y 1910

La historia de la restauración y de las excavaciones de este pucará fue escrita por sus propios autores y otros interesados: Debenedetti (1930), Ca­sanova (1950, 1968) y Lafón (1966). Un resumen de esto es el siguiente: en 1908 se llevó a cabo la IV Expedición Arqueológica organizada por la Facultad de Filosofía y Letras dirigida por Juan Ambrosetti y Salvador Debenedetti, quienes trabajaron allí tres temporadas entre ese año y 1910. En la última de éstas, a Debenedetti se le ocurrió restaurar el sitio, o por lo menos un sector. Esta idea tenía pocos precedentes en América Latina, ya que las únicas obras importantes se habían realizado en México y Honduras, y en esos años se estaban por iniciar trabajos en Guatemala y Perú. La idea era de avanzada, y los enfrentaba —casi sin precedentes ni bibliografía— con un problema de envergadura, que ambos supieron salvar con calidad e ima­ginación. Debenedetti (1930: 136) narró el momento inicial, diciendo que:

«Cuando el trabajo ya avanzado permitió ver con claridad las lí­neas generales de las construcciones allí existentes y fue posible apreciar nítidamente el poderoso e inteligente esfuerzo de los cons­tructores del Pucará, surgió en nosotros, de improviso, la idea de restaurar las ruinas de la antigua población, al menos en aquella zona. Quedó convenido (…) su inmediata realización. Era la primera vez en nuestro país que iba a procederse a la restauración parcial de una ruina.»

Es así como comenzaron a restaurar (no a reconstruir) un amplio sec­tor en la ladera noreste. El trabajo fue realizado con cuidado, prolija y des­paciosamente; no se tallaron piedras nuevas sino que se utilizaron las origi­nales; no se techaron los recintos más que en el papel, pese a que sabían exactamente cómo habían sido originalmente. En principio quiero destacar que los muros no fueron subidos a mayor altura que lo que las evidencias indicaban; según el autor:

«Ningún cimiento fue modificado ni alterada en lo más mínimo la estructura de ninguna construcción existente. Los trabajos se inicia­ron rehaciendo las murallas de la terraza más baja (…) por el rumbo este. Para levantar las paredes de los edificios y consolidar los cimientos en parte dislocados se emplearon las mismas piedras que por su posición y tamaño era evidente que habían pertenecido a las viejas e inmediatas construcciones.» (1930:139) .

Estos trabajos tan bien iniciados no pudieron ser terminados: tras las tareas de 1910, el Museo decidió enviar sus nuevas expediciones a otras re­giones. En 1917 falleció Ambrosetti y lo sucedió Debenedetti en el cargo de director del Museo, el que sólo consiguió regresar a Tilcara en 1929. Este, que fue su último viaje, fue dedicado a continuar las excavaciones y proseguir un poco más las tareas de restauración; luego de esto quedó abandonado el proyecto por casi veinte años. Poco antes de su muerte, Debenedetti publicó su libro sobre Tilcara, el primero de varios volúmenes nunca completados, en el cual incluyó unas notas sobre restauración, los primeros escritos en el país. En él nos cuenta el autor cómo ellos vieron la importancia de lo que estaban haciendo:

«Lo restaurado es una porción insignificante en relación con el con­junto de las ruinas y, en nuestro concepto, tratándose de sectores periféricos, naturalmente debieron ser menos ricos, pero, por ello, no menos interesantes. Estas restauraciones iniciales quedaron inte­rrumpidas desde entonces, pero la esperanza de reanudarlas no nos abandonó nunca. El retazo del pucará rehecho tras dura labor acen­tuó nuestra convicción de emprender alguna vez la total restauración. El malogrado doctor Ambrosetti (…) pudo con justicia afir­mar (…) nos queda la satisfacción de que por muchos años que­dará esta obra de reparación (…) como iniciativa fecunda de lo que habrá que hacerse en pro de nuestras ruinas.» (1930:138, 140, 141).

Es importante rescatar la obra de este pionero y mostrar un trabajo bien hecho, con objetivos claros y acordes a su época, métodos lógicos y, lo más importante, respeto por las ruinas. No se intentaron crear escenografías ni erigir falsedades, sino volver a su valor real un hecho histórico.

Ranchillos, Mendoza: sector restaurado en 1939 que incluyó la recolocación de las piedras sobre los muros. Hoy es imposible entender los sistemas constructivos y otros detalles por la falta de un relevamiento previo. Obsérvese la reducción de la puerta hecha sin tierra: ¿original, nueva o buena restauración)

Vista general de las restauraciones de Quilmes: se procedió a una reconstrucción arbitraria, dándole a todos los muros la misma altura, sin excavación previa.

La segunda restauración del Pucará de Tilcara

Vimos que en 1910 se suspendió la continuidad de las excavaciones, y tras una temporada en 1929 todo quedó en la nada. Fue en 1948 cuando Eduardo Casanova retomó la idea, como buen discípulo de los anteriores. Este consiguió que los terrenos del pucará pasaran a poder del estado; y se reiniciaron los trabajos en 1950. Para 1960, ya estaban inaugurados el museo, una residencia, el camino a las ruinas y gran parte de la reconstrucción del sitio.

Pero si bien Casanova realizó una obra importante en cuanto a difusión y protección, es necesario analizar detenidamente su obra de reconstrucción. Para esto debemos tener en consideración que para 1950 era un conocido arqueólogo con docenas de publicaciones sobre el tema. Su trabajo principal fue continuar las excavaciones, proteger el sitio del saqueo a que se veía expuesto, y fundamentalmente reconstruirlo. Esto, tal como él mismo lo planteó, podemos verlo en uno de sus libros sobre Tilcara:

«El primer proyecto es el más importante y ya se ha expuesto como surgió en la mente de Debenedetti y el caluroso apoyo que le diera Ambrosetti. Limitado en su origen al levantamiento de las pircas, fue luego concebido como una reconstrucción arquitectónica com­pleta. En la actualidad tenemos la idea de dividir la ruina en di­versos sectores, de acuerdo a las posibilidades que presenten. La principal preocupación es que la restauración se haga sólo en las construcciones cuyos restos permitan una clara identificación de sus condiciones primitivas; las que no ofrezcan estas seguridades deben dejarse como están.» (Casanova 1959:41)

En este párrafo se pueden notar las diferencias conceptuales entre uno y otro arqueólogo. Casanova dice que el proyecto de Debenedetti era «li­mitado» ya que solo se quiso levantar las paredes; más adelante dice que también estuvo «limitado en su extensión y sus elementos, ya que no se in­tentó techar los recintos». Creemos que el asunto es estrictamente a la inver­sa: Debenedetti no pecó de parquedad, sino que era Casanova quien se estaba lanzando a algo que su predecesor no había querido hacer con toda conciencia, no por corto de miras sino por respeto a la veracidad arqueológica. Para completar este cuadro escrito previamente al inicio de los trabajos, qui­siéramos transcribir otro párrafo que habla por sí solo:

«Vendrá entonces la segunda parte: la tarea de restauración, que en base a los conocimientos ya expuestos sobre la cultura huma­huaca y especialmente sobre las características de los indígenas del Pucará, responderá a la más estricta realidad. Las viviendas, con sus habitaciones principales y accesorias, los caminos y plazo­letas, las murallas de defensa, los corrales de llamas y el conjunto del pueblo recobrarán su antiguo esplendor. Considerando también el valor educativo que ello puede tener, se ha pensado agregar a la reconstrucción arquitectónica la de todos los elementos posibles del pasado indígena; así, en su ambiente típico se dispondrían re­presentaciones escultóricas de indígenas a tamaño natural, con sus vestidos y adornos, entregados a las tareas habituales (…). Cree­mos que de esta manera el Pucará será un foco de atracción no sólo para los especialistas y estudiosos sino también para los mu­chos turistas que en los meses de verano llegan a Tilcara, así como para los alumnos de las escuelas que podrán obtener útiles conoci­mientos sobre el pasado remoto en una agradable excursión a la vieja fortaleza indígena.» (Casanova 1968)

Al iniciarse las tareas lo primero fue volver a limpiar los caminos, esta­blecer los sitios de trabajo y despejar el área restaurada por Debenedetti tantos años antes. Respecto de los caminos, limpió y restauró algunos sectores, lo que era fundamental para recorrer el gran conjunto; pero decidió hacer un camino para automóviles que subiera hasta la parte superior. Esto trajo apa­rejados los consabidos problemas: destrucción de tumbas, recintos y sende­ros, y además que la plaza superior cambiara totalmente de sentido al ser transformada en una playa de estacionamiento. Respecto de las viviendas, se procedió arbitrariamente a subir todos los muros hasta los 3 m de altura. En los casos en que éstos estaban flojos, se los desmanteló y se los rehízo a nuevo:

«En general los cimientos, hechos con grandes piedras, pudieron ser utilizados; sobre ellos, que indicaban el contorno del recinto y el ancho de las paredes, se fueron levantando los muros. (…) La altura que se ha dado a cada vivienda es un tanto convencional, basada en las paredes más altas que se han encontrado y en obser­vaciones hechas en otros yacimientos de la quebrada. Debe advertirse también que en los últimos recintos del occidente del Pucará los muros son algo más anchos que los originales; no ha podido evitarse esta alteración porque la trepidación que los pesados trenes de carga producen al pasar a muy corta distancia derrumbó las pri­meras casas que se restauraron allí; los indígenas que no tuvieron ese problema hicieron sus casas con paredes menos anchas.» (Casanova 1968:23)

Tras levantar los muros de numerosas construcciones, incluso de varias de las trabajadas por Debenedetti, comenzó a colocarles techos, hechos con cañas amarradas con tientos de cuero, y cubiertas por una gruesa capa de barro. En la actualidad se han techado unas 50 viviendas y construcciones. Con los corrales de la ladera se realizó algo similar: se los reconstruyó hasta una altura arbitraria, previo desmantelarlos hasta su base. En el siguiente párrafo tenemos una descripción:

«Las pircas se habían conservado con una altura de 60 a 80 cm. pero se derrumbaban al querer agregar las piedras faltantes y hubo que reconstruirlas casi desde su base con los mismos materiales que estaban allí caídos. Han sido restaurados diez corrales, con capa­cidad para varios centenares de llamas. Generalmente son rectangu­lares y sus paredes fueron llevadas a 1.20 de altura y el ancho, in­dicado por los cimientos, es de 0.80 mts» (Casanova 1968:21)

Lo último que queremos describir es el conjunto conocido como La Iglesia: éste fue excavado en 1908, más tarde en 1929 y hacia 1955 fue nuevamente reexcavado y reconstruido por Casanova. Está formado por un patio abierto con un único acceso al que se abren otros dos patios. Uno de ellos, el más importante, presenta dos altares bajos, un área empedrada, dos recintos techados y dos cámaras sepulcrales. El grupo es tardío, posiblemen­te incaico, y lo que queremos rescatar es el excelente trabajo de excavación hecho por Debenedetti alrededor del altar: se excavaron los cuatro lados para descubrir su base, que no se tocó, y luego se procedió a completar el altar (del que se conocía la altura por las piedras que se mantenían en su lugar) con las mismas piedras caídas. Es interesante destacar que es el único caso en que un sector de los muros conservaba casi hasta los 3 m de alto.

Pero quisiera dejar claro algo sobre Casanova; todo lo que hizo, bien o mal, lo hizo con una extraordinaria voluntad de salvaguardar el patrimo­nio arqueológico; sin él, quizá hoy no existirían el pucará de Tilcara, ni el museo, ni todas las otras obras conseguidas gracias a su empuje y tena­cidad. Está visto cómo lo que planteó en 1950 estaba terminado diez años más tarde: mucha buena voluntad aunque carente del asesoramiento de especialistas y técnicos.

Tras este análisis de la historia de los trabajos en Tilcara podemos ver cómo las peripecias sufridas no son casuales: buenas intenciones, trabajos iniciados y nunca terminados, publicaciones inconclusas e insuficientes, re­construcciones sin fundamento y escenografías dignas de Hollywood. Se hace necesario explicar aquí que lo hecho por Casanova, bien podemos con­ceptualizarlo como una clásica reconstrucción, es decir que superó el límite que la evidencia arqueológica permitía para completar la obra tal como debió de haber sido; tal como dice la Carta de Venecia, la restauración termina cuando comienza la hipótesis. Pero este tipo de trabajo no estaba alejado de lo que habitualmente se hacía en esos años en el resto del con­tinente. Y si bien solo habían existido dos casos de reposición de techos, el de Mitla (Magadán 1984) y el de Teotihuacán, ambos en México y en los mismos años, Casanova superó esto al recolocar 50 techos completos. Era una forma de restaurar que permitía levantar paredes, usar piedras prove­nientes de otros muros, o incluso tallar piedras para usarlas en dinteles si es que éstos habían desaparecido.

La restauración de Ranchillos (1938-40)

Entre 1938 y 1940 se emprendió una restauración de escala mediana -en la localidad de Ranchillos, Mendoza. El trabajo estuvo a cargo de Carlos Rusconi y el Museo de Historia Natural Juan Moyano (Rusconi 1962), y fue asumido como la culminación de varios años de estudio en el sitio, además de que era el asentamiento de mayor envergadura conocido en esos años en la provincia. La restauración fue hecha únicamente con el esfuerzo de un grupo de peones y los investigadores y sin presupuestos comparables a los de Tilcara, y las obras se limitaron a limpieza y recolocación de piedras en muros.

Por lo poco publicado se puede apreciar que se recogieron las piedras caídas colocándolas encima de las paredes para emparejar el conjunto hasta una altura promedio de 1 m; «fueron adicionadas durante los trabajos de recomposición una o varias hileras de piedras, esto es, las mismas que se hallaban al pie de los muros» (Rusconi 1962) . Esto no se detuvo pese a que el director del trabajo entabló una polémica con Francisco de Aparicio acerca de la presencia o no de hastiales en un edificio, sobre la base de dos interpretaciones distintas acerca de un aparejo de piedras semiderruido. La recolocación de piedras modificó esas evidencias y ya es imposible reinter­pretar con exactitud esos muros. Los trabajos fueron grandes si tomamos en cuenta la extensión del sitio y que, al parecer, también en las ruinas cercanas de Tambillos se habrían hecho algunas obras similares. De todas formas, pese a las críticas que podemos hacerle desde el presente a este sistema de recolocación indeterminada de hiladas de piedras —sin un rele­vamiento detallado de cuántas piedras, de qué lado cayeron y de qué muros provenían, con objeto de determinar posibles alturas—, el sitio fue limpiado, protegido en gran medida y garantizada la continuidad del enorme conjunto para el futuro.

Otro de los sectores recontruídos en Quilmes sin bases científicas ni un proyecto previo ajustado a las normas internacionales en la materia.

Doncellas en 1973: un reciento excavado hasta el borde de los muros y cimientos; y arrojando la tierra y piedras tras las paredes, sentenciándolo a muerte el edificio y haciendo imposible su posterior restauración.

La restauración de Quilmes (1977-78)

Desde que se hizo Tilcara en la década de 1950, la restauración en América Latina había avanzado enormemente: se fundaron dos grandes cen­tros de docencia e investigación en el nivel continental, uno en México y otro en Perú, en el cual también asistían y enseñaban argentinos; se publicaron libros en forma sistemática por los organismos nacionales e internacionales; habían aparecido ya las Normas de Quito y la Carta de Venecia; se ha­cían los Congresos Internacionales del ICOMOS y su inoperante sección ar­gentina; e incluso ya se habían empezado a publicar los volúmenes de los Simposios Interamericanos de Preservación del Patrimonio Artístico, cuyo primer tomo incluía una historia de lo hecho en Tilcara y la situación nacio­nal en general (Schávelzon 1976) . En los países cercanos, como Bolivia, Ecuador, Perú, Colombia, había experiencias de relativa importancia, por no citar las grandes obras de México, Guatemala, Honduras, Belice o El Salvador. Las técnicas se habían profesionalizado, existían libros que plan­teaban posturas teóricas de diversas índoles, y en nuestro país había ya egresados de las escuelas de restauración de Florencia y Roma, además de Cuzco y México.

En medio de todo esto, y también en medio de la dictadura militar vigente, se planteó la posibilidad de restaurar las ruinas de Quilmes. Para ello se firmaron convenios entre el gobierno provincial, el nacional y la Universidad de Buenos Aires, en función de lo cual quedaron a cargo del trabajo Norberto Pelissero y Horacio Difrieri. Cabe destacar aquí que desde la primera página de texto del libro publicado (Pelissero y Difrieri 1981) se habla de «la reconstrucción de la ciudad de Quilmes», término que a par­tir de allí es usado como sinónimo de restaurar, y peor aún, de anastilosis.

El proyecto incluía tres puntos relacionados con la restauración: la lim­pieza general, la «anastilosis de los sectores previamente elegidos como más representativos» y la organización de un museo. El segundo punto implicaba «la reconstrucción de los muros y aberturas de los sectores elegidos, así como las contenciones del sector agrícola y la respectiva represa»; también incluía la «reconstrucción del tampu incaico» (Pelissero y Difrieri 1981:13). Por último, se habla de que la recolocación de las columnas y vigas de madera en la Casa de Ambrosetti, puede verse como que «solamente hemos esbozado una columnata». No queda por cierto muy claro cómo es posible que una anastilosis, que consiste en colocar en su exacto lugar únicamente piedras que se sabe de donde han caído, con meticulosa rigurosidad, puede tener algo que ver con colocar postes de madera en un lugar en el cual no había ninguna evidencia arqueológica de que así había sido en todo el recinto. Y que probablemente así lo haya sido en la antigüedad, no es argumento va­ledero para darle carácter de demostrado. Ya hemos dicho que los convenios iniciales planteaban en forma indiscriminada el uso de los términos y su significado, pero también había otros problemas como que la excavación se proponía únicamente para «una etapa posterior, con el objeto de realizar los estudios para el informe científico y obtener piezas con destino al museo» (Ídem, pág. 15).

Los trabajos se hicieron en un sector amplio que puede dividirse entre la parte del asentamiento bajo, las llamadas fortalezas, el tambo incaico, al­gunas terrazas en la ladera, la represa, un sector denominado agrícola y cons­trucciones circulares, pircas o nivelaciones de pisos y terrazas. De más está decir que no hay un solo dato publicado sobre procedimientos, técnicas o posturas teóricas acerca de la restauración o de los trabajos realizados, tal como antes lo hicieron Debenedetti y Casanova. De todas formas es posible que los años de aprendizaje de Pelissero cerca de Casanova hayan primado en la imagen de conjunto que se quiso dar en Quilmes. La única diferencia es que la envergadura del sitio y las características constructivas de los recintos, hacían muy difícil techarlos como en Tilcara. Lo que sí se tomó como regla general fue levantar todas las paredes hasta la misma altura, regularizándolas, y luego colocando una mezcla de unión en el remate superior. Que las paredes fueron niveladas hasta una altura arbitraria lo ponen en evidencia las fotos publicadas (por ejemplo, pág. 189), en que se ve cómo se están rellenando los espacios para llegar al nivel más alto del muro. La imagen del conjunto con todos los muros exactamente iguales es no solo in­correcta, ya que determina una lectura errónea al visitante, sino también una arbitrariedad. La pregunta que nos surge es si para subir cada pared se usa­ron las piedras que estaban a su pie caídas, o se usaron piedras de otros muros. Si la arqueología es una actividad contextual, donde la ubicación re­lativa de cada objeto es importante, ¿acaso la restauración no lo es, y cada piedra no debe moverse de su lugar original, o por lo menos registrarlo antes de recolocarla?

Muchas otras dudas nos surgen de inmediato: ¿de dónde se tomó la altura para hacer las paredes del edificio incaico?, ¿por qué se decidió que la altura de 1,50 m de la entrada —que se supone es la conservada— fuera subida 30 cm más y luego se le colocó un dintel? Según el dibujo publicado, fue porque la base medía 62 cm y, subiendo las paredes en 30 cm más, el dintel quedaba a la vista en una medida que es exactamente la mitad de la base de la puerta. Esto suena muy estético pero poco incaico, por cierto. También la instalación del estacionamiento, el camino y los servicios gene­rales del sitio al pie del cerro son inoportunos, y creo que sin ningún pro­blema podían haber estado bastante más lejos, como en tantos sitios arqueo­lógicos del mundo. El turista debe tener ciertas comodidades, pero nunca de tal forma que se destruyan evidencias o, lo que también es importante, la imagen y la perspectiva del conjunto. ¿Alguien previó qué pasará dentro de veinte o treinta años con ese sector?

Conclusiones

Además de estas tres restauraciones, hubo algunos trabajos menores que podrían llegar a discutirse, aunque no es éste el caso. En Tastil es evidente que al excavar y limpiar los recintos las piedras debieron de recolocarse sobre las paredes. No hay información publicada al respecto, pero las carac­terísticas de los aparejos que se observan en el sitio así lo indican. No hace falta decir que entre un muro de piedras colocadas por los indígenas y otro recolocado actualmente, las diferencias saltan a la vista; de allí que las nor­mas internacionales obligan a colocar marcas o señales claras que permitan identificar lo original de lo restaurado. Pero Tastil es un caso en que lo que se hizo fue hecho con sobriedad y sin intención de volver a levantar paredes enteras, como en los otros casos reseñados.

El caso extremo es el nuevo Parque de los Menhires, en Tucumán, donde se quitaron los monolitos de piedra de sus emplazamientos originales, sin siquiera registrarlos, colocándolos en otro sitio, con orientaciones y ubicación -diferentes, y hasta rodeados con paredes y piedras en círculos cerca de la base, para que aparenten estar en su lugar original. ¡Esto sí ya es un Disney­land del subdesarrollo! Quizá las ya viejas palabras de Mario Buschiazzo (1959) de que acerca de la restauración en nuestro país «la práctica ha sido tan escasa que no ha permitido comprobar mayores fallas» han dejado de tener vigencia. Ya son muchas las voces que se levantan contra los errores del pasado y se exige una política seria sobre el tema: continuar excavando sitios que luego quedan librados a la destrucción o el deterioro es una tra­dición heredada de la arqueología del siglo XIX que no puede ser sostenida.

Quizás el paso adelante más importante se ha dado en las Jornadas de Política Científica para la Planificación de la Arqueología Argentina Que se llevaron a cabo en Tucumán en 1986 (Cerutti 1987). Allí se discutió el tema con gran franqueza y las declaraciones de Alberto Rex González al respecto levantaron polémica (González 1986, Miguel Torres 1986). Y sus palabras quizá sintetizan el tema: «Tucumán tiene dos lugares que suelen ser pre­sentados como exponentes de manifestaciones arqueológicas, como producto de una genuina inquietud en el sentido de la preservación y la restauración, cuando en realidad son un verdadero atentado contra la arqueología y el patrimonio» (González 1986:12). Como paso adelante, la Comisión Nacional de Museos, Monumentos y Sitios Históricos, a través de Ana María Lorandi planeó un trabajo de protección y restauración en Potrero de Payogasta (Schávelzon, Magadán y Leguizamón 1987 y 1989), en el cual por primera vez se realizó un proyecto previo para definir qué se hará en un sitio. Se procedió a un relevamiento minucioso pared por pared, de tal forma de po­der proponer la intervención a cada muro, y en función de las excavaciones que se harán simultáneamente. Se planearon etapas de intervención que toman en cuenta los problemas específicos de cada recinto, las técnicas más adecuadas y las posturas teóricas básicas que se asumen para el trabajo. Es de esperar que, de completarse, tengamos en la mano un caso alternativo de restauración en nuestro país.

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