Este artículo ha sido publicado en II Jornada de “La Cultura, Fundamento de la Democracia”, Patrimonio Cultural y Natural, organizado por el Honorable Senado de la Nación, Comisión de Cultura, en el Panel I, “Diagnóstico y situación actual del patrimonio cultural y natural”, pps. 43 – 49, Imprenta del Congreso de la Nación, Buenos Aires, agosto de 1994.
Los argentinos tenemos dos edificios que, casi sin duda alguna, son los más significativos de toda la historia del país: la Casa de la Independencia en Tucumán y el Cabildo de Buenos Aires. Pero pese a su importancia, repetida en miles de ilustraciones y descripciones con las que se bombardeó a diario a generaciones enteras de argentinos en todo el país, ambas fueron demolidas y hoy no son más que copias, bastante alejadas de lo que realmente fueron. El Cabildo fue recortado, mochada su torre, destruido el frente completo, sus interiores, los patios y las construcciones que los rodeaban; la Casa en Tucumán fue necesario excavar para encontrar los cimientos para las paredes que hubo que rehacer. Esto sucedió entre 1938 y 1940 —la reconstrucción—, y en 1978 Tucumán vio la demolición de toda la manzana que rodeaba al edificio histórico que ahora es un baldío monumental; y se salvaron de milagro sus medianeras que se iban a transformar en columnatas.
Esto puede servirnos para pensar en una historia que no ha sido pródiga en preservar ni siquiera sus propios símbolos. Lógicamente analizar con profundidad el porqué de este fenómeno es demasiado largo para estas notas, pero nos puede permitir repensar el problema principal que nos preocupa: la falta de una ley nacional del patrimonio cultural.
Desde hace mucho tiempo se ha venido discutiendo, trabajando y frustrándose, sobre este tema. Desde la ley 9.080 impulsada por Ameghino en 1913 que fue el primer intento en el tema y que se preocupaba exclusivamente de lo que en ese entonces era preocupante, es decir la paleontología y la arqueología, desde entonces mucha agua ha corrido bajo el puente. Los finales de la década del ’30 vieron la creación de la Comisión Nacional de Museos, Monumentos y Lugares Históricos y su ley 12.665, que logró ponerse en marcha a partir de 1940 de la mano de Ricardo Levenne. Básicamente el Estado nacional asumía el papel tutelar sobre el patrimonio —no importa ahora qué entendían ellos por patrimonio—, y tras identificarlo procedían a declararlo; casi siempre esto significaba que el Estado mismo adquiría, o adquiriría, ese monumento-mueble o inmueble o que estaba en manos de particulares que no lo dañarían ni lo venderían al exterior; menos aún que lo destruirían. Por eso la declaratoria es de tipo abstracto, inmaterial, y no afectaba concretamente al bien. Lo contrario era impensable en la época y el Estado tenía una política de incremento, no de achique o reducción. Las estrechas relaciones que existían entre el Estado, las instituciones culturales y los coleccionistas —siempre miembros de las oligarquías regionales o nacionales— facilitaba las cosas.
En esos tiempos el papel de los estados provinciales era visto como un complemento, como una reproducción en escala menor de accionar sobre los monumentos de su propio interés; no se necesitaba más y no se avanzó más. Por otra parte, técnicamente, lo que importaba era conservar el espíritu significativo, no la materialidad del edificio o del documento; no importaba si el edificio era el original o no, incluso se los mejoraba. El actual Museo de Luján era pobre para el gusto españolizante de 1927, así que se le hizo un falso patio andaluz en la parte posterior; entonces sí fue considerado digno de ser monumento de escala nacional. Pero eran otros tiempos y otras ideas.
Los años pasaron, y muy rápido. Algunos temas quedaron cubiertos, bien o mal, por el manto protector de esta pobre legislación, otros muchos no. Decenios de oscurantismo, dictaduras, quema de libros, censura, bajos niveles educativos, persecución ideológica y científica, imposibilidad de conocer la realidad del mundo, fueron manteniendo esa situación congelada. Pero el país y el mundo se habían transformado. La legislación era ya obsoleta treinta años más tarde; había surgido el mercado de antigüedades en gran escala, los museos estaban transformados en bodegas de cosas que pertenecieron a los héroes y los archivos y bibliotecas estaban olvidados y desactualizados. A nadie se le había ocurrido que no sólo eran necesarios archivos de documentos históricos, sino también de los otros, los de la vida diaria, los que reflejaban la construcción de un país completo: ¿Y los archivos fotográficos, de televisión, de radio, cine, discografía, grabaciones, videos? A esto había que sumarle la desidia crónica en el mantenimiento de los edificios históricos; un monumento al que se le rompe una teja y no se la repone significa, años más tarde, cambiar todos los techos con un gasto enorme en proporción al que se hubiera necesitado. Destapar a tiempo una rejilla puede significar evitar un derrumbe en el futuro.
Por otra parte, los demás países de América latina establecían sus leyes nacionales, y lentamente, según sus posibilidades, avanzaban en el tema, consolidaban instituciones, formaban técnicos e invertían lo que podían. México tenía su ley nacional desde 1894, Belice desde 1895, Honduras desde 1899…
Por último, la preeminencia militar en la cultura de nuestro país fue llevando a declarar monumentos nacionales a docenas de construcciones de ese tipo, soslayando otros: cuando retornó la democracia a finales de 1983 no había sido declarado ningún edificio dedicado a la cultura, por sus propios méritos; ni siquiera el Teatro Colón. Y las escuelas incluidas en la lista lo eran por quienes habían estudiado o construido, no por ser escuelas. Y una de ellas, la Estrada, era una falsificación de la original construida en 1936 al doble del ancho que tuvo cuando la hizo Sarmiento, y con un interior diferente. Otra de las escuelas no se salvó de transformarse en un shopping. No habían sido declaradas las estaciones de trenes como Constitución o Retiro —que vieron las grandes migraciones del campo a la ciudad que conforman la ciudad actual—, y sí una pequeña estación en Monte Caseros porque la inauguró Avellaneda. La iglesia de Monte, sin méritos demasiado destacables, había sido declarada; cuando su cura quiso modernizarla se la dio de baja. Después de terminadas las obras, fue vuelta a declarar… Y seguir con esta lista puede llevarnos al absurdo.
En el ínterin hubo algunos intentos de legislar, por ejemplo en 1973 y 1974, pero entre los conflictos en que se debatía la sociedad y la falta de práctica internacional como exportador de obras de buena calidad, tanto artísticas como arqueológicas fue creando una red de intereses económicos muy poderosa, imparable en su momento. Ejemplos puntuales, coyunturales, producidos en esos años difíciles, quedan expresados en algunas leyes y ordenanzas importantes, aunque después fueron olvidadas: la 1.063/82 que impedía la demolición de cualquier propiedad del Estado de más de 50 años, y la creación de la U-24 (San Telmo), primer intento en la materia y, para su época, excelente decisión.
La llegada de 1984 significó la eclosión de una nueva visión del problema. La sociedad —o una parte de ella— tomaba conciencia de lo que había pasado y de las nuevas perspectivas del patrimonio. Ahora los especialistas ya no hablaban de monumentos históricos ni de héroes, se trataba de salvar poblados tradicionales, calles, avenidas, plazas, conjuntos urbanos barrios enteros. Ahora nos preocupan los sitios arqueológicos, las pinturas rupestres, las tradiciones étnicas, las danzas populares, los mercados regionales; el patrimonio ya no es de generales y gobernadores, sino de un pueblo que supo construir con su trabajo un país entero. Las colectividades, los indígenas, los trabajadores rurales, las minorías de todo tipo. Era inconcebible que en el país sólo habían sido declarados edificios religiosos católicos, y no había ninguno de las otras religiones. Y entre ellos había sido dejado de lado Luján por su expresión popular; ¿qué pasaría si pensáramos en el Santuario de la Difunta Correa? Las misiones jesuíticas habían sido entendidas como sólo unas de ellas, San Ignacio, y todas las demás siguieron bajo la selva hasta el año pasado.
Era evidente que 1984 debía vivir un renacer de la necesidad de una nueva ley nacional. Las provincias estaban avanzando por su propia cuenta; establecían sus leyes, modificaban sus constituciones, lograron mucho de lo que la Nación no podía hacer. Esto produce un desbalance entre las provincias mismas, y entre ellas y el país en su conjunto. No existe una política nacional de preservación, ni aún hay un catálogo — ¡en el mundo de la computación!— pese a todos los intentos, y menos una coordinación de esos tantos esfuerzos aislados. Muchos trabajan en el tema, se hacen cosas positivas, pero la anarquía existente impide darles una escala más grande.
En este aspecto se produjo un fenómeno interesante: el año 1985 vio surgir tres proyectos diferentes de ley nacional, cada uno representando a uno de los tres organismos más interesados en la materia. No hubo forma de llegar a un acuerdo entre ellos, el conflicto llegó al Congreso y a la Presidencia; el resultado fue que todo quedó abandonado. Otro proyecto muy importante, por la dimensión y envergadura de la propuesta, se hizo en 1991 (Vanossi y Freytas), pero por desgracia al haber surgido desvinculada de los profesionales y las instituciones específicas, cayó en contradicciones insalvables. Estamos en un país federal, no unitario, y ya no puede el Estado nacional superponerse de esa forma a las provincias; ellas ya están más avanzadas que nosotros. Es necesario cambiar el enfoque mismo del punto de partida.
En los últimos años hemos visto producirse, ante la falta de esta ley nacional, dos fenómenos interesantes y poco habituales en América Latina: por un lado el discutirse y/o promulgarse leyes que cubren aspectos parciales (leyes sobre arqueología subacuática, restos fósiles, rescate arqueológico en obras de infraestructura, etcétera), que se superponen y contradicen, y que lógicamente no logran ponerse en funcionamiento efectivo. Por otro lado, la exportación masiva de arte al exterior, con el beneplácito de los medios de comunicación, shows y fiestas en las que participan hasta altas autoridades. Esto viene de la mano con otro de los grandes temas: la participación de la iniciativa privada.
Este es sin duda el gran tema de nuestro tiempo: la liberalización del mercado de los últimos veinte años, a la que ninguna ley puso límites reales para la compraventa o exportación, muestra que éste no está capacitado —ni le interesa estarlo— para proteger el patrimonio del país. Ni para cuidar su propia herencia, ni para garantizar la producción del patrimonio del futuro. Sólo cuando se controló su accionar, o cuando se trabajó en conjunto, se lograron algunos avances: la restauración de la Casa Rosada, de las Galerías Pacífico —pese a todos los problemas — , el difícil Mercado de Abasto, o el Centro Cultural Recoleta. Este último es buen ejemplo, ya que la primera parte que fue hecha con ciertos controles, permitió aunque más no sea salvar la fachada del pórtico y poco más; pero el actual shopping, en que no hubo ningún control, significó la destrucción total. Esto muestra que sólo un trabajo conjunto, lento, que contemple los intereses de todas las partes, puede permitir avanzar en esta difícil relación. Relación que existió durante el medio siglo en que nuestro patrimonio creció, a tal grado que debemos siempre recordar que casi todos los museos del país surgieron por donación de coleccionistas privados, que consideraron que debían legar a todos lo que ellos consiguieron formar.
La necesidad de una ley nacional es ya indiscutible e impostergable. No existe ninguna justificación conceptual, ideológica, política o económica que convalide el expolio que vive el arte; el olvido de su cultura y destrucción de sus edificios y poblados históricos; no hay nadie que esté interesado en resolver el tema, ni hay intereses privados que asuman —ni siquiera ganando dinero—, la preservación del legado histórico. Es una obligación del Estado nacional, con los expertos, los especialistas, las instituciones, los particulares, con todos y con el consenso de todos, pero es su función el llevar esto adelante. Más aún cuando nos enfrentamos a una reforma de la Constitución, donde aún no figura el derecho inalienable al patrimonio natural y cultural. ¿Entraremos al siglo XXI sin una ley que debíamos tenerla hecha desde el siglo XIX?