Las imágenes de la ciudad prehispánica: la Cartografía de Teotihuacan

Teotihuacan

Ponencia presentada en la Tercera Mesa Redonda de Teotihuacan Instituto Nacional de Antropología e Historia, septiembre 2002. Una versión preliminar fue publicado en Edificar, no. 7, pp. 20-33, Mérida, Venezuela, 2001; basado en el folleto de exposición Planimetría arqueológica de Teotihuacan, Instituto de Investigaciones Antropológicas, UNAM, México, 1981. Se incluye en el artículo el acceso a una galería de imágenes.

Resumen

¿Vemos lo que queremos o lo que podemos? El pensamiento científico de toda época está inmerso en los paradigmas imperantes. Desde hace algún tiempo las revisiones historiográficas nos han ido mostrando como el quehacer de la arqueología no ha estado al margen de las grandes corrientes de sus épocas. Es más, sabemos que más allá de los esfuerzos individuales o grupales, la lectura que se ha hecho de los sitios prehispánicos raramente logró desligarse de las ataduras de su tiempo: veremos como los modelos interpretativos de cada momento llevaron a ver las ruinas de Teotihuacan, y a hacer sus planos, de formas diferentes en cada etapa. Una secuencia de formas de entender el pasado fueron determinantes para la cartografía del sitio y sus técnicas; incluso las técnicas mismas hacían imposible muchas veces representar lo que se quería mostrar al no ajustarse al modelo interpretativo vigente. En este aspecto el modelo denominado como del Centro Ceremonial fue el más significativo y retardatario para gran parte del pensamiento arqueológico durante casi todo el siglo XX.

Hacer un plano, o leerlo, es mirarse en un espejo, o mirar en los espejos del pasado donde se miraron antes otros arqueólogos. Un plano es una re-presentación, es una mirada técnicamente expresada en un lenguaje común a los lectores del plano. Sea un lenguaje mítico prehispánico, o científico en la tradición Occidental, parecería que costó mucho comprender que la representación no es una imagen mimética de la realidad por que sólo representa lo que estamos en capacidad de ver, y más aún, de representar en un papel. No hay dudas que los grandes paradigmas de la arqueología influyeron, y fueron influenciados, por la cartografía arqueológica; y a veces los planos no alcanzaron a decir todo lo que se quería decir y por eso en el pasado se exploraron diversas formas de representar los sitios arqueológicos. Esta es una historia de ese proceso a lo largo de quinientos años.

Teotihuacan siempre estuvo presente en el pensamiento regional de los pueblos de Mesoamérica; los reyes aztecas peregrinaron hacia allí, enterraron a sus muertos y sabemos también que hubo pobladores que desde la caída del sitio siguieron viviendo en sus alrededores e incluso entre las ruinas, manteniendo tradiciones, mezclándolas con otras nuevas y ayudando a que sobreviva en forma de mito lo que fue la historia de una ciudad central en la historia de América. Esas tradiciones llegaron a los oídos de quienes las escribieron después de la Conquista, como Ixtlixóchitl, Sahagún y Motolinia; Teotihuacan siguió siendo una ciudad donde se había creado un Fuego Nuevo y donde nacieron dioses, donde se creó una cultura. El lugar siempre estuvo registrado en el pensamiento regional como parte del territorio y así lo indica el Códice Xolotl que recuerda eventos ocurridos antes del siglo XIII si bien es posible que haya sido pintado en tiempos poscolombinos; pero su estructura se remonta al 1250 dC (Dibble 1980). En él pueden verse glifos que identifican a Teotihuacan en varias oportunidades, en forma de simples pirámides escalonadas.

En el Códice de Huamantla la antigua ciudad se ve también como dos pirámides escalonadas con el jeroglífico del sol a su lado. En la lámina número uno de dicho códice puede verse la imagen más elocuente: un dibujo de dos pirámides de cuatro niveles orientadas de norte a sur que están ubicadas sobre lo que ha sido interpretado como una cueva que posiblemente sea la existente bajo la pirámide del Sol, o como un lago con un sapo en su interior alrededor del cual hay once triángulos desordenados que representan montículos o pirámides menores. En otras láminas la vieja ciudad fue identificada por un sol, en relación con la creación del Quinto Sol en el año 694 dC. En la lámina VI se ve nuevamente una pirámide con un sol en su parte superior. Teotihuacan existía y sus símbolos más claros eran las dos enormes pirámides y/o el sol allí creado, mostrando que lo físico y lo mítico tenía igual fuerza para la ubicación geográfica. La ciudad era mostrada en la cartografía de su tiempo por lo significaba, no sólo por su forma, fuese antes de la llegada de los españoles o después siguiendo con la tradicional cartográfica indígena.

Mucho más tarde, entre 1556 y 1562, se dibujó el conocido plano del valle de México atribuido a Alonso de Santa Cruz que se encuentra en Uppsala. En el ángulo inferior derecho se identifica Teotihuacan como dos pirámides escalonadas de tres cuerpos, ubicadas de norte a sur, las que quedan ligeramente fuera de los caminos y de las actividades que se llevan a cabo en su entorno; en realidad no hay gran diferencia con lo que vimos del códice Xolotl de siglos antes ya que la fuerza de la imagen de las dos grandes pirámides servía por si sola para identificar el lugar: Teotihuacan era sus dos grandes pirámides, no hacía falta decir nada más.

Existen otros tres documentos cartográficos los cuales señalaron la ciudad en forma específica: se trata de tres códices fechados hacia 1560 y denominados Mapa Saville (American Museum of Natural History, New York), Mapa Ayer (Newberry Library, Chicago) y Mapa de Mazapan cuyo original se desconoce el paradero (Hagar 1912, Arreola 1922, Kubler 1982 y 1983). Los tres mapas están estrechamente relacionados entre sí y posiblemente sean copias modificadas de un mismo original ya desaparecido; el más rico en información es el Códice Mazapan del cual Kubler ha hecho un estudio meticuloso. Según él los mapas muestran el estado en que se encontraba el lugar una vez abandonado, cubierto de escombro y vegetación, arruinado «tal como estaría acostumbrado a verlo Moctezuma» (Kubler 1983:201). Los mapas muestran la distribución de los terrenos en y alrededor del sitio, sus propietarios y otras informaciones relacionadas, pero es claro que la estructura distribucional del territorio está basada en las ruinas mismas; las pirámides del Sol y de la Luna son identificadas como cerros, la Calle de los Muertos -única vez que se la muestra en la cartografía pre y pos colonial temprana-, y la gran Ciudadela, están debidamente orientados; es evidente que quien dibujó ese plano conocía cuidadosamente el terreno. Los planos traen las construcciones antiguas, pero llama la atención el que la Calle de los Muertos termine en el extremo sur en un lago o cueva que se la identifica como «subida del camino de México». En esto coincide con el Xolotl y deberá ser tomado en cuenta para la arqueología ya que por las fechas no puede tratarse del lago de Alcoman, el que aún no existía. Los caminos que atraviesan la ciudad, uno en forma diagonal y otro a lo largo, son los mismos que muestran siglos más tarde los planos de Almaraz (1865) y Charnay (1887), que se mantuvieron hasta la época de Leopoldo Batres, la introducción del ferrocarril dentro del sitio cuyo trazado permanece

En 1580 se adjuntó a las Relaciones Geográficas un plano hecho por un cartógrafo indígena (Nutall 1926). Bajo el nombre de Oráculo de Monteçuma se representaron dos pirámides de dos cuerpos y, formando junto a ella una plaza rectangular hay un grupo de siete pirámides triangulares menores. Es interesante porque para estas últimas usó el mismo sistema del códice Xolotl, es decir triángulos. En el texto la indicación aclara que es el lugar de los

«Hermanos de la luna, a todos los cuales los sacerdotes de Monteçuma venían con el dicho Monteçuma, cada veinte días a sacrificar» (Kubler 1982:45).

La forma de mostrar el sitio es quizás la más detallada de la época ya que además de ubicar correctamente las dos pirámides mayores, reconstruyó la forma de la Plaza de la Luna como rectangular rodeada de otras construcciones de menor tamaño.

Por último tenemos la información de otro plano, hecho por Lorenzo Boturini pero que desafortunadamente ha desaparecido. El mismo, años más tarde, escribió en su catálogo de documentos y códices que «mandé a sacarlo en mapa, el que tengo en mi archivo» (1974:23). Debe ser cierta esta cita, lo que es muy probable y el plano debió hacerse entre 1736 y 1743 que son los años en que el Caballero Boturini permaneció en la Nueva España; de esta forma fue el primero en la nueva tradición científica Occidental.

El siglo XIX trajo consigo una nueva forma de ver las ciudades prehispánicas a través de los ojos de los viajeros, que siguiendo los pasos del pionero Humboldt tenían una formación cultural diferente a los ojos locales. El primero que se preocupó por mostrar Teotihuacan -descontado el plano perdido de Boturini- y de la más amplia manera posible, fue William Bullock, quien buscaba materiales para montar una exhibición en Londres (1824). Al publicar su libro y catálogo incluyó una perspectiva del sitio mostrándolo desde de la Pirámide de la Luna, donde se vía la Calle de los Muertos y la Pirámide del Sol; la vista es sugerente, claramente romántica y trata de destacar la dimensión del conjunto; también hizo una maqueta, quizás la primera de la arqueología americana. Este trabajo fue la introducción de dos nuevas formas de ver un sitio de este tipo: la maqueta y la vista perspectiva además del plano. La distancia cultural le permitía intentar nuevas técnicas de representación acordes al nuevo Romanticismo europeo. El autor tenía clara la magnitud de lo que estaba viendo: «había cientos de pirámides más pequeñas, trazadas para formar una especie de calles rectangulares» (Bullock 1991:97), las dimensiones del conjunto y de los monumentos principales las tenía de un relevamieno hecho por Juan José de Oteyza y Vértiz en 1803 quien ya había ayudado a Humboldt. Según Bullock el dibujo fue hecho por su hijo. El problema que él tenía, y que fue el de muchos en su tiempo, era que las herramientas técnicas no eran suficientes para mostrar lo que quería. Vale la pena comparar estas vistas con las de Moritz Rugendas, hechas entre 1831 y 1834, en las que el artista quiso incluir otros hechos más que las ruinas mismas, como las plantas de maguey, por lo que prestó menos interés a las pirámides mismas, no podía con todo a la vez (Loschner 1978).

Poco más tarde visitaría el lugar el Conde Waldeck sobre quien tanto se ha escrito; éste hizo el primer plano en el sentido actual del término, incluyendo las dos pirámides y una agrupación de montículos pero aún amontonados como si el sitio fuera concentrado (Waldeck 1864, Baudez 1993: fig. 9); de todas formas al hacer una perspectiva logró entrever la nueva imagen de un asentamiento más alargado que lo que el plano indica. Aún no se veía la Calle como tal ni su función estaba clara.

En 1842 un nuevo viajero, el norteamericano Brantz Mayer, recorrió las ruinas y publicó varios libros. En uno de ellos incluyó un plano del sitio (1853: lam. 9) que muestra nuevamente el modelo imperante de una gran ciudad en ruinas, aunque ya se entendía que existía un patrón o secuencia lineal de grandes construcciones y la calle con montículos se reducía a un conglomerado ubicado en su parte final. En este caso se trata de dos grandes cuadrángulos, la Ciudadela al sur -rodeada de veintitrés montículos- y otro igual al norte y las dos pirámides mayores. Se había dejado definitivamente atrás la imagen colonial de un sitio cerrado para pasar a otro abierto, longitudinal aunque aún no claramente delimitado. Desconocemos quien le hizo el plano ya que el mismo escribió que este fue:

«hecho algunos años atrás por un hombre de ciencias, amigo mío, y que yo cotejé en 1842 con las ruinas que entonces quedaban en ese sitio» (Mayer 1853:293).

Los viajeros ya tenían claro lo que veían, lo que no sabían exactamente era como mostrarlo.

Este período de viajeros y entusiastas significó que Teotihuacan dejara de ser visto sólo como una ruina informe, transformándose en un conjunto específico de restos arquitectónicos ordenados y organizados por un patrón; esa visión del sitio es también parte de lo que sucedió en esa etapa con todo el conocimiento del pasado prehispánico: un período de viajeros, historiadores y anticuarios (Bernal 1979 Schávelzon 1990), en el cual primó el pensamiento especulativo (Willey y Sabloff 1974), momento de inicios de la arqueología científica en Europa (Trigger 1989); fue sin duda una etapa pionera marcada por los esfuerzos individuales e interpretaciones libres de la existencia de estructuras académicas, de métodos y técnicas adecuadas, ya que en la medida en que se generaban nuevas formas de representar -perspectivas, planos, maquetas- iba cambiando lo que se quería mostrar; la técnica siempre iba a la zaga.

En 1864 se produjo un evento significativo para la futura arqueología de toda América: la formación de la Comisión Científica en México traída durante la invasión de Maximiliano de Austria. Formada por expertos europeos y americanos del mayor nivel, fue el paso que permitió el surgimiento del Americanismo en el mundo. Allí se establecieron por primera vez para América Latina una serie de métodos, técnicas y procedimientos sistematizados para excavar y relevar datos de campo; al parecer allí nació la estratigrafía en nuestro continente, entre tantos otros adelantos que quedaron olvidados por los problemas políticos en su alrededor (Schávelzon 1994; 1999; 2003).

Como parte de esos trabajos se organizó una comisión de investigadores locales para trabajar en el centro de México; en 1864 se comenzaría a hacer el primer estudio metódico con el viaje al sitio de la nueva Comisión Científica del Valle del México dirigida por Ramón Almaraz (1865: plano 1). Esa comisión preparó un plano hecho con teodolito, es decir el primero con las técnicas modernas de la ingeniería, y el cual con sus observaciones cambiaría de inmediato la forma de entender Teotihuacan quedando establecido un nuevo modelo, el de una ciudad más grande, compuesta por mucho más que las dos pirámides mayores y su plaza, de proporciones longitudinales y organizada a través del eje de la Calzada de los Muertos. El plano incluía por primera vez un corte longitudinal de todo el conjunto -concepto introducido en la geología por Humboldt- y si bien estaba cuidadosamente dibujado cometía un error que tardaría en corregirse: las dos pirámides estaban ligeramente desviadas de sus ejes verdaderos. En realidad este plano fue el que definió los límites del sitio a lo largo del siglo siguiente. Para su época y hasta 1922 fue de los mejores trabajos cartográficos en la arqueología mesoamericana; su significación no ha sido debidamente valorada ya que Batres e incluso Gamio se vieron influenciados por él y luego veremos que fue determinante de la dimensión reconocida del sitio.

Un dato interesante y que merece aún mucho más estudio es la excavación hecha por M. de Longperier para esa Comisión; a él lo ayudó Léon Mehedín, topógrafo profesional venido al efecto y quien hizo excelentes dibujos, posiblemente el primer corte estratigráfico y las primeras representaciones de pinturas murales del sitio (Gerber y Taladoire 1990:7); desconocemos si hizo un plano de la zona, pero por la formación técnica de Mehedín es muy probable.

Poco más tarde Antonio García Cubas, experto geógrafo que trabajó en el sitio con Almaraz y los franceses, observó imprecisiones en el plano, haciéndole algunas modificaciones a su orientación general y publicando la versión corregida en 1872, aunque obvió incluir la Ciudadela y la zona al sur del río. Algunos de los que con los años usaron el plano de Almaraz fueron H. H. Bancroft (1883: 530), quien también eliminó todo lo que estaba al sur del río y luego Frederick Ober (1884: 483) y Alfredo Chavero (1887: 362) por citar a los más conocidos.

La Comisión del Valle ya dijimos que era parte de la gran Comisión Francesa. Es interesante que otro miembro, el viajero Desiré Charnay, ya hubiera estado en Teotihuacan haciendo su propio plano y excavando en el sitio en 1862-63 pero lo publicó más tarde, en 1887. Hay que destacar que no excavó en las grandes pirámides sino en un montículo pequeño, el Palacio Tolteca, en realidad el grupo llamado más tarde De los Subterráneos; en ese sitio harían luego trabajos Batres y Gamio. El Plano de Charnay marcó un nuevo pequeño avance en la lectura del conjunto: su dibujo continúa la Calle hasta más allá de la Ciudadela aunque es evidente que el autor no tenía muy claro que sucedía en esa zona. En realidad usó el plano de Almaraz al que rectificó, ubicando los grupos y pirámides que aquel había dibujado oblicuos como perpendiculares y después de cruzar el río la Calle se marca con sólo una línea recta. Es obvio que estos cambios no son el producto de medidas trigonométricas como las anteriores, pero al parecer su ojo fue más certero que el teodolito. La representación de la continuidad de la Calle de los Muertos como rayas es simplemente el uso de una forma imprecisa de dibujar algo que vio pero que no supo indicar. En otro sentido y quizás para recalcar lo longitudinal del conjunto borró muchos montículos que la Comisión había visto en los alrededores; en cierta forma mejoraba los planos anteriores aunque sin la calidad y los detalles que los otros ya tenían. Su interés era enfatizar la extensión de la Calle y destacarla como el elemento principal y ya no las dos pirámides, las que a partir de ese momento sólo eran elementos componentes del conjunto; ese sí era un gran cambio.

En esos años comenzaron a realizarse una serie de perspectivas a gran tamaño llamadas «panoramas» y cuadros al óleo de buena dimensión, lo que dio nuevas miradas al sitio. Los más conocidos fueron los que pintó José María Velasco y han sido reproducidos en infinidad de oportunidades; más tarde William Holmes (1887 y 1895/7) presentó un nuevo paso adelante en la iconografía de Teotihuacan; estuvo repetidas veces en el sitio y su mirada meticulosa le permitió publicar un plano del sector principal y su vista de conjunto, quizás la mejor nunca hecha y que consolidaría la idea de un sitio longitudinal, formado por la Plaza de la Luna, la Calle de los Muertos y los montículos que la limitaban. Cada construcción estaba claramente definida ya fueran simples montones informes de piedra; la forma específica de cada uno podía ser leída o al menos intuida y era importante el destacarla y las técnicas de representación se adecuaban a las nuevas necesidades: la arqueología científica tomaba su lugar en la iconografía. Era una nueva etapa, la que estableció la imagen de La Ciudad Longitudinal.

Cuando Leopoldo Batres comenzó sus actividades en 1884 excavando en el sitio y durante todo su trabajo hasta 1910 no hubo cambios significativos en la visión del lugar; se aumentó el conocimiento de algunos sectores, se consolidó la imagen monumentalista mediante la reconstrucción masiva de la pirámide del Sol y se excavó en algunos montículos, incluido el que había explorado Charnay; resultado de todo ello fue un plano de la pirámide del Sol, si bien insuficiente para la época bastante mejor que lo que se tenía hasta entonces; por lo demás, salvo planos de edificios autónomos, únicamente publicó en la portada de un pequeño libro uno de los cuadros de Velasco. No necesitó publicar mucho más ya que la imagen del sitio era la misma que se tenía desde medio siglo antes y por eso usó de nuevo el plano de la Comisión Científica. En realidad Batres sí mandó hacer un plano a Luis Becerril en 1885, pero fue poco difundido, estaba en escala 1:7500 y en gran medida era inferior en calidad al viejo plano de Almaraz. Polemizando con Batres, Manuel Gamio dijo en 1922 que «no se hizo el plano detallado de los montículos que componen la ciudad» (Matos 1997:55) lo que no era cierto. Y si bien es adelantarnos nótese que el mismo Gamio todavía entendía al sitio como una serie de montículos juntos el uno del otro. Por cierto en 1913, al asumir Gamio, escribió respecto a ese plano que:

«no se ha levantado ningún plano, pues el que presentó el señor Batres como dirigido por él y ejecutado por el señor Herrera es solamente una ampliación de otro muy imperfecto levantado en 1885, cuyo original obra en el campamento de San Juan Teotihuacan (…) presenta varios montículos y otros detalles que no existen en la zona y omite otros muchos que sí aparecen» (Gallegos 1997:342).

Esta descripción de un plano que según él no se hizo, pero del que él mismo reconoce que hay al menos dos versiones, resulta muy interesante. Cabe recordar que Ignacio Herrera fue el encargado de los trabajos en el sitio desde Batres hasta después de Gamio.

El pensamiento Positivista imperante en México durante el fin del siglo se caracterizó precisamente por organizar el pensamiento científico, estructurarlo, crear las instituciones científicas necesarias para el desarrollo, incluso al margen del poder político: prueba de ello es que la arqueología en México nació con la invasión de Maximiliano y su Comisión Científica y lo que se denomina como arqueología científica nació con la obra de Seler, de Paso y Troncoso y de Maudslay durante la dictadura de Porfirio Díaz (Bernal 1979), incluyendo los trabajos de Leopoldo Batres, lo que además significó que el estado nacional asumiera la preservación y restauración del patrimonio prehispánico. Era lógico de suponer que este período construiría su propio modelo interpretativo, lo que hizo con la idea del sitio organizado por su eje longitudinal contrapuesto con la masividad de las grandes pirámides.

Durante gran parte del siglo XX la arqueología mesoamericana estuvo dominada por la idea de los llamados Centros Ceremoniales (Becker 1979, Schávelzon 1990) si bien esta idea hegemónica tuvo su contrapartida en quienes la discutieron – es decir que no fue monolítica- no por eso dejó de primar sobre la visión y la cartografía de los sitios arqueológicos. Lo que queremos demostrar es que el modelo fue tan determinante que fijó con bastante regularidad la forma de entender el pasado y de trabajar en él; Teotihuacan no sólo no se escapó de ese esquema sino que los planos muestran como se trataba de demostrar la importancia del eje procesional y el nodo de la Plaza de la Luna, en detrimento de la gran extensión del sitio y de otras informaciones.

A la salida abrupta de Batres en 1910 lo continuó Francisco Rodríguez quien hizo restauraciones y excavaciones por un año, y poco más tarde llegaría Manuel Gamio; la diferencia en el tipo de proyecto que este último organizó para el sitio es enorme pero al parecer en algunas cosas la distancia no era tan grande. En 1915 fue enviado José Reygadas Vértiz a iniciar una serie de pozos estratigráficos que se continuaron por años junto con el omnipresente Herrera; Gamio publicó los primeros resultados incluyendo un plano esquemático (1915: fig. 1) que se basaba en el de Almaraz, ni más ni menos que lo que había hecho Batres treinta años antes.

Poco más tarde, al iniciarse un nuevo gran proyecto en 1917, se comenzó a hacer un relevamiento topográfico a cargo de Ignacio Marquina, Luis Artigas y Rodrigo Pérez Ayala, quienes levantaron un plano de excelente calidad (1922, I: lams 8 y 9); pero se trataba de un plano topográfico que, por sus propias características, no permitía una lectura arquitectónica del sitio. Esto no era un problema en si mismo, sino porque Marquina dibujó una serie de círculos para remarcar los puntos en que las curvas de nivel formaban picos de altura; es decir, estaba marcando los lugares de posibles construcciones importantes. El problema se dio cuando ese artificio técnico fue copiado sin entender realmente lo que significaba como abstracción geométrica. Se estaba en la transición hacia una nueva forma de ver, y por ende de representar, un sitio arqueológico. El gran plano a colores de todo el valle que acompañaba sus trabajos (1922-II: plano 7), de excelente factura, ampliaba y mejoraba el similar hecho por la Comisión tanto tiempo antes, aunque siguiendo el mismo esquema y trazado.

La idea de arquitecturizar los montículos topográficos, impulsada por Ignacio Marquina en el grupo de colaboradores de Gamio, tiene una larga historia en la arqueología mesoamericana ya que desde el siglo XIX hubo intentos por mostrar lo que existía por debajo del escombro; desde reconstrucciones hechas en base a los restos que se lograban ver hasta regularizaciones (por ejemplo las de Holmes) que ayudaban al dibujo haciendo ángulos rectos, taludes mejor dibujados y otros detalles. Fue Sylvanus Morley quien estableció en la década de 1920 el primer sistema estandarizado en la zona maya al rectificar e incluir los montículos dentro de rectángulos, sistema que aún se utiliza. De esta forma, el plano de Marquina-Gamio, pese a su calidad, no modificó la imagen del sitio, no mostró cambios en la lectura de Teotihuacan como la nueva arqueología que la época estaba introduciendo. Seguía siendo un gran Centro Ceremonial y no una ciudad; la forma física identificaba una avenida y un nodo procesional, lo demás eran templos dispersos y de función no muy clara; los límites del sitio seguían siendo los impuestos por Batres. Marquina fue un sistemático sostenedor de la teoría del Centro Ceremonial en casi toda su vida; buen ejemplo de ello es el plano de la Pirámide del Sol donde su búsqueda obsesiva de reglas de composición académica lo llevó a dibujar simétricamente los montículos del entorno inmediato, lo que ni la realidad ni su propio plano mostraban.

Pero hay que destacar de todo este trabajo los planos de edificios aislados como los Subterráneos, la Casa de los Sacerdotes, Teopancalco y el de las excavaciones de 1917; cuando se pasaba de lo general a lo particular cambiaban las técnicas -se mapeaba y no se interpretaba- y la calidad mejoraba de inmediato. Estos planos y las perspectivas que se incluyeron con ellos fueron usados por medio siglo en cientos de oportunidades con pocos cambios que no fueran de presentación: el mismo Marquina utilizó una versión aún más simple en su libro de 1928 en la que Teotihuacan era sólo una secuencia de montículos circulares, y lo repitió en su libro de 1951 y continuó así en las siguientes reediciones. En la parte exterior de la Sala de Teotihuacan del Museo Nacional de Antropología la maqueta hecha por Marquina sigue intocada pese a las recientes modificaciones hechas a la sala.

En los inicios de la década de 1960 se comenzó a trabajar nuevamente en Teotihuacan. Esta vez a cargo de Jorge Acosta e Ignacio Bernal, con Ignacio Marquina nuevamente a cargo de la parte arquitectónica. En 1962 se publicó un nuevo plano topográfico que mejoraba y ampliaba en mucho el anterior; en realidad se reducía a la zona comprendida entre el Grupo Viking y la pirámide de la Luna incluyendo los edificios y arquitecturas visibles -dibujadas en rojo- y las calles y casas que existían por fuera del alambrado, límite impuesto por Batres. Si bien es una gran obra y muy diferente a lo que se tenía hasta entonces, es de lamentar que, al igual que con el plano de Gamio, no se le incluyó a éste lo excavado y observado durante esos trabajos -salvo muy parcialmente- lo que hubiera sido de gran interés (Bernal 1962). El período fue fruto de otras polémicas conexas a la interpretación del sitio como estructura urbana; el proyecto de Acosta y Bernal se centró en la restauración y reconstrucción de los edificios ubicados sobre el eje procesional, la Pirámide de la Luna y su plaza, con fuertes intereses turísticos: veremos más adelante como en forma conjunta un grupo de investigadores de Estados Unidos hicieron un trabajo diferente en esos mismos años, partiendo de supuestos distintos. Obviamente no es posible comparar posiciones teóricas ya que unos tenían la responsabilidad de conservar y restaurar el sitio mientras que los otros podían moverse con libertad en ese sentido y darle mayor vuelo a sus investigaciones; lo que sí es válido de analizar es el juego de la contraposición entre una lectura tipo centro ceremonial y otra de ciudad, y sus resultados.

En forma paralela a las excavaciones de Acosta y Bernal, la Universidad de Rochester venía desarrollando desde 1964 un proyecto a cargo de René Millon, enfocado a hacer un plano fotogramétrico con fuerte apoyo en los estudios de superficie, lo que permitió reconocer el verdadero carácter del sitio, establecer su dimensión, densidad de población y estructura interna. Por primera vez se resquebrajaba el modelo interpretativo del Centro Ceremonial para asumir que Teotihuacan tenía otro carácter, netamente urbano esta vez, definido en los planos que comenzaron a publicarse en artículos diversos y se completaron en una obra que, definitivamente, modificó la lectura de los asentamientos prehispánicos (Millon 1964. 1970 y 1973). En primer lugar se descubrió que el eje de la Calle de los Muertos no era el único, sino que la ciudad estaba montada sobre dos ejes perpendiculares formando cuatro grandes cuadrantes, que la extensión urbana era amplia y densa y que existía un patrón reticular que ordenaba el conjunto: así se identificaron lugares de trabajo como lo eran los talleres de obsidiana, lapidaria y cerámica, conjuntos ocupados por pobladores de otras regiones y que la gran avenida estuvo cortada por murallas de tal forma que posiblemente no había sido posible recorrerla íntegramente desde su inicio, el que iba mucho más al sur de lo pensado. Vale la pena destacar que pese a la casi simultaneidad en que fueron hechos los planos de Bernal-Acosta y Millon, no se influenciaron entre sí.

Buena muestra de la calidad del trabajo de Millon y sus colaboradores es que sigue siendo usado como una red de base, como una herramienta para agregar, superponer y cambiar en a medida en que se hacen nuevos descubrimientos. Pero este es otro tema, el de los conjuntos que componen la ciudad en sí mismos: sobre esto hubo varios estudios que fueron aportando datos; por ejemplo Sigvald Linné excavó y publicó el plano de un palacio de alto nivel social (1936: fig. 9); poco después, en 1942 publicó un conjunto de viviendas denominado Tlamimilolpan en el cual la sorpresa fue descubrir un grupo de casas de bajos recursos que, si bien repetían el modelo de la casa con patio, mostraban condiciones de vida pobres, densas, de accesos complejos y laberínticos, con espacios internos reducidos al mínimo. Poco más tarde se hicieron excavaciones en otros palacios pero fue cuando Laurette Sejourne excavó en Zacuala, Tetitla y Yayahuala entre 1955 y 1964 y logró establecer por primera vez la existencia de un patrón de manzanas rectangulares unidas por calles perpendiculares formando manzanas de bloques sólidos, compactos, delimitados por paredes que cerraban cada unidad cuando la idea de ciudad tomó un estado aún más sólido (Sejourne 1959 y 1966); lamentablemente la significación de ese descubrimiento pasó casi desapercibido hasta que fue integrado a mayor escala en los trabajos de René Millon. En buena medida el trabajo de Sejourné fue el que sirvió de base a la concepción de recintos cuadrangulares como estructura básica de la ciudad del plano de Millon; sin esos estudios previos el relevamiento citado hubiera sido como fue, o al menos le hubiera costado mucho comprender lo que se estaba viendo. De esa manera una estructura urbana única en Mesoamérica quedaba a la vista al romperse la visión dominante del centro ceremonial. El cambio que significaba pasar de un único eje a una grilla de manzanas rectangulares, era un paso importante. Es bueno recordar que el trabajo cartográfico por fotogrametría y luego los recorridos de campo fueron arrojando tal cantidad de información que fue necesario recurrir, por primera vez, a métodos gráficos por computación; el mismo problema tuvieron Bernal y Acosta, pero al usar técnicas tradicionales tuvieron que achicar el área relevada y dividirla en fragmentos que sólo se unieron al final y que así figuran en los planos.

Paralelamente a este proceso otra serie de estudios fue determinando el patrón de asentamiento del valle y se hizo público desde 1962 con los primeros estudios de William Sanders (1965) y otros autores, para completarse en el gran volumen cartográfico del Valle de México (Sanders, Parsons y Santley 1979). En la medida en que este nuevo modelo fue aceptado e incorporado ya no fue difícil el que nuevas excavaciones simplemente pasaran a incrementar los planos ya publicados, de un ejemplo de cómo debe manejarse la información cartográfica y planimétrica en la arqueología moderna (Cabrera Castro, Rodríguez y Morelos 1982).

Conclusiones

La historia al inicio del siglo XXI tiene clara conciencia de cómo los modelos historiográficos son determinantes de la mayoría de las interpretaciones que hacemos de los hechos del pasado. Es difícil tener conciencia de que la corriente de pensamiento a que uno mismo pertenece le está determinando lecturas de los hechos, e interpretaciones de los restos arqueológicos, en base a modelos y paradigmas ajenos a uno mismo. Por lo tanto es imposible exigirles a los arqueólogos que encararon grandes tareas en sitios enormes y complejos como Teotihuacan, que no hayan reconocido que algo no los dejaba ver más que aspectos parciales del problema, negando otros que quizás ahora sean evidentes. Pero así es la construcción de la historia y más aún de la arqueología. Este caso sirve para ver como existe una estrecha relación entre modelo y explicación, entre visión y representación. También ha quedado claro que las técnicas se han ido adaptando a las necesidades y cada vez que fue necesario mostrar aspectos que no era posible hacerlo con lo existente, surgieron nuevos procedimientos de relevamiento o de dibujo para hacerlo, consolidando así aún más la imagen del sitio que el modelo imperante exigía. Un buen caso de estudio en la historia de ciencia que hacemos de los hechos del pasado.

Podemos preguntarnos ahora, ante los problemas que la determinación del perímetro del sitio tiene, si la estructura concéntrica asumida para el sistema de circunvalación en sí misma ubicada entre pueblos independientes, si no están generados por políticas y decisiones -expresadas en planos concretos-, iniciadas con la Comisión Científica en 1864, y luego repetidas con pocos cambios por Batres, Gamio y luego el INAH, no pudiéndose ninguno despegar del peso de las decisiones del pasado.

Agradecimientos:

Esta investigación pudo hacerse gracias a la Foundation for the Advancement of Mesoamerican Studies, Crystal River, Estados Unidos. Les debo una lectura crítica a Bernd Fahmel, a Eduardo Matos y a Víctor Rivera Grijalba; y muy en especial agradezco a René Millon por las buenas conversaciones que este tema sucitó. Al INAH y al Centro de Estudios de Teotihuacan debo la posibilidad de viajar a presentar este trabajo.

Bibliografía

  • Acosta, Jorge
    1964, El Palacio del Quetzalpapalotl, INAH, México.
  • Almaraz, Ramón
    1865, «Apuntes sobre las pirámides de San Juan Teotihuacán», Memoria y trabajos realizados por la Comisión Histórica de Pachuca, pp. 349- 358, México.
  • Arreola, José María
    1922, «Códices y documentos en mexicano», La población del valle de Teotihuacan, vol. I, pp. 553- 558, México.
  • Bancroft, Hubert H.
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Imágenes

La Cartografía de Teotihuacán
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